La reciente crisis del transporte aéreo debida a la erupción del volcán islandés de nombre impornunciable ha terminado por poner sobre la mesa cómo todo se puede fastidiar por factores externos a lo que es la propia acción humana (y lo que todavía manda la naturaleza), pero para mí ha puesto sobre el tapete algo aún más latente y de lo que no era consciente: la falta de paciencia. Hablo de la falta de paciencia y de las prisas con las que vive esta sociedad en la que todos nos quejamos por todo.

Ahora todo el mundo puede permitirse viajar, y sin embargo nadie puede permitirse esperar. Asistimos a masas iracundas que tomaban aeropuertos cerrados (a los que acudían en masa aun estando cerrados); las masas se quejaban a las compañías aéreas, éstas a los controladores aéreos y estios a su vez al volcán. Si no volamos, malo, ¿pero y si volamos y nos matamos, qué? De eso nadie se acuerda y eso nadie lo mira. Porque vivimos en un mundo donde nadie puede permitirse perder esperando cinco minutos de su vida, una vida media que se alarga hasta más allá de los 80 años, pero en la que sin embargo no podemos perder cinco minutos esperando. Vivimos más, y aun así queremos hacerlo más rápido; nadie se acuerda de que nuestros abuelos tenían una media de edad de 35 años cuando fallecían, y ello tras haberse pasado una vida esperando, y esperando a lo mejor simplemente a tener algo que comer. ¡Qué ricos nos hemos vuelto! Y qué importantes somos ahora todos. Nadie se acuerda del ambulatorio de Llano Ponte, donde ibas a las 9 «a pasar la mañana» sin saber a qué hora ibas a salir, y todos aguantábamos y esperábamos. Nadie se acuerda (o se quiere acordar) de cuando ir a Oviedo era estar dispuesto a echar el día en la carretera y «rodando» por mil oficinas. Nadie se acuerda de ir a Covadonga en 5 horas, o a Vegadeo en otras tantas... de eso nadie se acuerda. Ahora todos queremos ir a pagar a caja y no hacer cola, al médico cinco minutos antes, y si pasan ya 10 minutos alguien se levanta y empieza a protestar. Lo mismo pasa en los viajes; ahora vas a Oviedo en 15 minutos, y protestamos porque hay caravana para entrar.l Y no hablemos de los viajes: antes el autobús no marchaba hasta que se llenaba, ¡y vaya fartures de esperar si perdíes uno! Pero ahora todos somos ricos, todos viajamos en aviones y todos queremos ir en AVE, bien sea por la costa o por el interior.

Vivimos en una sociedad que quiere vivir más, mejor y hacerlo más rápido. Una sociedad que no se conforma con comer (que diría el otro), queremos «degustar», y el comer bien y abundante ye cosa de fartones. Si dices que vas de vacaciones a León yes un cateto, lo «guay» ye ir a Bután (cuando la mayoría no conoce Proaza, que diría Migota), y ya no hay marcas de vino corriente: todo el mundo bebe de «Ribera del Duero» para arriba (ya parece que pedir «Rioja» es de aldeanos). Nadie compra ya un coche; si puede (o el banco lo suelta) queremos un Audi, un BMW o un Mercedes... y así nos luce el pelo.

Hay un dicho asturiano que es una verdad revelada: «El que de probe vuelvese ricu no hay quien-y mire al focicu». Y vivimos en una sociedad «refalfiada» a la que no hay quien le mire el hocico, que se volvió rica y ya no se acuerda de cuando era pobre. Y lo peor: una sociedad que no quiere acordarse.