No hace mucho conocimos la sensacional noticia referente al director de la sucursal número 1 del Banco Popular, en la capital cántabra que, supuestamente, había desfalcado 8.000 millones de pesetas, 48 millones y pico de euros actuales. Nada, una futesa.

El presunto empleado infiel era hombre muy conocido y querido entre la clientela de aquel banco y sus oficinas santanderinas. Ayudaba, gestionaba con diligencia, resolvía problemas de los impositores y, evidentemente, atesoraba las cualidades que cualquier entidad bancaria exige para entregarle la responsabilidad de una oficina. Podría decirse que era un bancario estrella.

Al director de sucursal cabe catalogarlo como el summun jerárquico en esa actividad, aunque le sobrenaden consejeros, directores generales, incluso propietarios o grandes accionistas. Equivale, dentro del ejército, al grado de coronel, donde acaba administrativamente la carrera de las armas, pues los generales, tenientes y capitanes generales son destinos transitorios, con una excepción vitalicia que todos recordamos.

Nuestro hombre se llama José Pérez y es asturiano de nación. Tuvo la confianza, la amistad y la admiración de la clientela, porque no sólo resolvía los asuntos de trámite, sino que le echaba imaginación a la economía doméstica, afrontando asuntos y riesgos que sus colegas raramente compartían. Esta perla de las finanzas domésticas quizás se metió en jardines arriesgados y suscitó el recelo de la superioridad, siempre dispuesta a sospechar de quienes viven en la vecindad del cajón de los cuartos.

No se sabe qué sucedió, pues, oficial y procesalmente nada ha trascendido. El bueno de don José tomó las de Villadiego, despareció y el Banco Popular anunció un desfalco cercano a los 8.000 millones de pesetas, algo de bastante entidad, incluso en marzo de 1991, que es cuando se produce el suceso.

Recuerdo que una mujer de memoria calamitosa, pero lista y con agudo sentido del humor me dijo que había tres cosas que no se podían ocultar ni disimular: el humo del fuego, el dinero excesivo y 2.500 prostitutas desembarcando desnudas en la playa gijonesa de San Lorenzo una mañana de Agosto. Por regla general, los asuntos dinerarios se autodescubren, recuerden lo que ocurrió con otro famoso sujeto, «el Dioni», conductor de un furgón de seguridad que se quedó con una fuerte recaudación. Ni la peluca a lo Carrillo ni el cambio de nombre le resguardaron, denunciado por su forma de pulirse el dinero en Copacabana y lugares semejantes. También era hombre simpático, diligente y avispado, para franquear los requisitos de una responsabilidad semejante.

Salvando todas las distancias y con el debido respeto, me recuerdan al juez Garzón, que parece haber inventado la Justicia, erigido en juez campeador, adalid de la toga y el birrete, acopiador de asuntos ampliamente publicitados en casi todo el mundo. Igual que nuestro paisano Pepe y el desenfadado Dionisio, don Baltasar era un «nota» en profesión tan mortecina y seria como es la de juez. Como si tuviera dones extraordinarios conseguía que los casos más relevantes cayeran en la casilla número 5 de los Juzgados de la Audiencia Nacional.

Una función, generalmente desdeñada por la mayoría de los ciudadanos, tan necesaria como los dentistas o los barrenderos, se había llevado, hasta entonces, con la mesura y discreción imprescindibles. Se decía que los jueces hablaban a través de las sentencias, pero el astro Garzón cotorreaba por los codos, era el perejil de todas las salsas y lo mismo empitonaba a un dictador suramericano que se arrancaba por deblas, desarticulaba cuantas veces fuera necesario a la cúpula de ETA o derribaba de certero disparo a un jabalí. ¡Qué hombre!.

Como todos los seres privilegiados no le interesó crear escuela, se alzó por encima de la mayoría de los togados españoles y, por supuesto, de los latinoamericanos. Era un conseguidor de titulares, pues, sotto voce, los colegas ponen reparos a su forma heterodoxa, incluso torpe, de tramitarir los sumarios. Entra, sale, toma vacaciones, perora, discursea, imparte doctrina y, como muchos buenos toreros, suele fallar con la espada, la de la Justicia, dejando que otros descabellen.

Entre sus muchas cualidades sobresalen el amor y la lealtad que le demuestra a su Juzgado y el gran disgusto que le supone verse separado de él, quizás para siempre, aunque con seres extraordinarios como éste, nunca se sabe. Hay quien ha lamentado el desengaño que sufrió con Felipe González, al no hacerle ministro, aunque, a estas horas, sería un apacible ex ministro, presidente o director general de una empresa hidroeléctrica, un holding minero o una Caja de Ahorros, con lo descansados que vivirían sus compatriotas, porque hubiera sido más difícil volver al number five y lo decimos en inglés para darnos importancia. Sobrevive a toda evidencia, le quiso exonerar un falso «querido amigo», como Botín y si hubiera nacido en Transilvania posiblemente se hablaría de él durante siglos.

José Pérez, a quien no ha podido demostrársele delito alguno, ni siquiera intentarlo por haber decaído la acción penal, tuvo cierto crédito cuando aseguraba no haberse llevado nada, y mucho menos la enorme cantidad estimada, que parece una bendición contable en tiempos de dineros negros y otras bribonadas. Asturiano, trabajó en el Popular -entidad, por cierto, de merecido prestigio- con residencia en Cantabria; el Dioni, madrileño, buscavidas y calvo; Garzón, exseminarista, terror de narcos y terroristas, hoy asistente de un colega argentino en La Haya, becado otrora por el Santander. Tres hombres, tres destinos. Y nosotros con estos pelos.