Nos lamentamos por haber perdido viejas costumbre y sabidurías, reemplazadas por otros hábitos que, teóricamente, tienden a simplificar nuestra vida. He leído hace poco el diálogo entre un joven petulante y un anciano; el muchacho se enorgullecía de utilizar recursos que al otro le fueron desconocidos: «Tenemos internet, telefonía digital, vuelos espaciales, robotización casera y muchas más cosas inexistentes en la época de ustedes. ¿Cómo se las arreglaban, qué hacían?». El viejo le contestó: «Tienes razón, en nuestro tiempo nada de eso existía y en cuanto a lo segundo, es que estábamos inventándolas para vosotros». Creo que fue una buena respuesta, aunque algo vanidosa. Hoy existe una multitud de utensilios para nuestra conveniencia y descanso, algo que a veces se revela engañoso, pues, a su vez, dependen de otras máquinas e ingenios y no directamente de nuestra voluntad. El microondas, la plancha, la lavadora, aspiradoras, lavaplatos, teléfono móvil, intercomunicación, etcétera, nos han manumitido de tareas en la casa, con la condición de que se conozca su perfecto manejo. Todo resulta subsidiario del fluido eléctrico -o del gas- que llega del exterior.

Quienes ejercen una tarea sedentaria están supeditados al teléfono o al ordenador, cuya avería, incluso transitoria, paraliza el trabajo, sin posibilidad de sustitución. Más de una vez, en el banco o la caja donde depositamos nuestros euros nos encontramos con que el desperfecto electrónico ha bloqueado todos los resortes y hemos de quedarnos, hasta su arreglo, sin disponer de nuestro dinerito.

Si trasponemos el problema al ámbito intelectual o espiritual, la confusión y el desorden toman otras proporciones. Por ejemplo, en cuestiones religiosas el asunto se ha complicado. Antes, se era creyente o no; se practicaban unos ritos o se dejaban de lado, haciendo la salvedad de los años críticos posteriores a la guerra civil, donde estas cuestiones había que manejarlas con mucha prevención. Hoy nos vemos al borde de la inmersión en cuestiones litigiosas por los signos externos de las distintas confesiones. En la vecina Francia se ha cortado por lo sano -en el ámbito de la enseñanza oficial- desterrando la exhibición de los símbolos externos: el crucifijo, el velo musulmán, la kipá judía; por ahora no se ha llevado la controversia a los emblemas de la media luna y la cruz roja, aunque a alguien se le ocurrirá enfrentarlas.

La exclusión de la enseñanza religiosa en los centros dependientes del Estado colocará a los alumnos en cierta inferioridad cultural con respecto a los que elijan la privada o concertada, porque los niños tienen una capacidad enorme de asumir conocimientos, lo cual es bueno según la sentencia popular de que el saber no ocupa lugar. Estimo que esas materias deben ser conocidas, como mantengo que es mejor saberse de memoria la inútil lista de los reyes godos -aunque sólo sea para reconocer sus grabados, estatuas en plazas de nuestra ciudad- que sospechar que Recaredo es un centrocampista uruguayo o Liuva una marca de compresas.

Los filósofos, y no digamos los teólogos laicos que han inventado esa profesión, mantenían que la religión era connatural con el ser humano, quizá como el comercio, el afán por viajar o el operarse de apendicitis o la guerra, tan ligada a nuestro carácter. Tales suposiciones estaban cayendo en un militante descreimiento y aumenta el número de quienes no se contentan con los postulados de las religiones consideradas corrientes.

Hace ya algún tiempo que se despierta entre nosotros una notable afición por la teogonía oriental que busca -como siempre- esa vía de escape, más bien atajo, para resolver los problemas personales. En iglesias que alzaron los españoles en Latinoamérica cualquiera puede ver la completa, total, absoluta devoción del indio que, genuflexo ante la Virgen local, pide salud para los familiares enfermos, felicidad para los hijos, implora que le toque la lotería, que gane su equipo de fútbol y que reviente el prestamista que les acongoja.

En la creciente ola de budismo, tan de moda, conocí personas, de sólida formación universitaria, que suspenden toda actividad laboral, social o familiar para entregarse a la meditación trascendental. El Yung-Ne, el Karma-Teksum-Tche Ling (ignoro lo que significan) cunde por todas partes, cuando no es una exacerbación del protestantismo de choque o atractivos retiros espirituales semiortodoxos. A precios asequibles, comprendidos el ayuno y la mortificación física o mental, como si se tratase de turismo rural. Ya hay quienes muestran cierta preocupación por el desmayo de los viejos valores morales y éticos, aunque necesitarían una profunda operación de maquillaje, una ensalada bien batida de conceptos, para disimular que los antepasados creían en algo, así vivieron y acabaron en la fosa, donde todos iremos a parar.

Es aceptable considerar que las religiones tienen mucho de bambolla y engañabobos, pero si deciden suprimirlas, que no se encarnicen con indefensos iconos, el crucifijo, el candelabro, la media luna, sino que inventen otras fórmulas cuya primera condición ha de ser que parezcan poco comprensibles, difíciles de entender, pero fáciles de asumir. No viviremos mejor, pero quizá muramos más entretenidos.

eugeniosuarez@terra.es