De nuestro corresponsal,

Falcatrúas

José Bruno fue el cuentacuentos de Bildeo a lo largo de más de sesenta años. Quién le iba a decir a él que lo de cuentacuentos llegaría a ser una profesión del ramo de los agitadores culturales, los intérpretes de gallineros y otras invenciones de la cultura reciente, amparada por una titulación de Polonia o de alguna otra parte. Ya mencionamos en alguna ocasión que su casa quedaba muy cerca de la escuela, que los guajes solían acercarse allí durante el recreo, especialmente si el tiempo era malo, y aprovechaban para pedirle que les contara alguna historia. Entre los papeles que dejó escritos don Manuel, el maestro, llenos de historias de Bildeo, aparecen romances tomados al dictado según los contaba José.

Estando yo en la mi choza

pintando la mi cayada,

altas iban las cabrillas

y la luna rebajada,

vide venir siete lobos

por una oscura cañada.

Era el «Romance de la loba parda», uno de sus preferidos, que él declamaba como el más consumado actor de teatro, dejando de azolar madreñas para interpretar al pastor riñendo a los perros porque no habían guardado las cabras como era debido, permitiendo que la loba se llevara una cabrita. Consuelo, su mujer, ya se había resignado a ver cómo aparcaba durante largo rato su oficio de madreñero, del que comían, para dedicarse a mantenedor de la cultura popular, en la que sus profesionales, los maestros, pasaban más fame que él.

«Pasar más fame que un maestro de escuela» fue una expresión muy en boga hace unas décadas como medida indicadora de la necesidad que pasaban los profesionales de determinados oficios y que formaba parte de un sistema de pesas y medidas alternativo y variopinto desarrollado por el pueblo español preautonómico, al margen del Sistema Métrico Decimal, en el que no han tenido cabida, no se sabe por qué razones.

Y es algo que se echa en falta, porque lo mismo que se fueron incorporando los kilos, litros y metros, para calibrar sólidos, líquidos y distancias, eliminando los celemines, varas, herradas, arrobas, días de bueyes, etcétera, deberían haberse admitido otras para valorar aptitudes, comportamientos o necesidades que incluso hoy son difíciles de valorar.

Antes de que se aplicasen sistemas de selección complicadísimos para buscar, por ejemplo, policías municipales, la regla decía que tenían que tener las mismas cualidades de los mejores huevos: ser gordos, coloraos y de aldea. Hoy, que somos tan listos, cuando hay que averiguar lo que vale un paisano, lo mandamos hacer un test y si no sabe de ordenadores, lo descalificamos. Pues para saber si vale alguien para alcalde, concejal, ministro... deberíamos pesar su honradez, valorar su honestidad, estimar su temple ante situaciones comprometidas. ¿Cómo se miden esos «intangibles»?

José Bruno cubría un amplio espectro de actividades culturales, además de las madreñeras. Vinieron unas cuantas chiquillas a quejarse de algo que hoy se hubiera tipificado como trabajo infantil, acoso laboral o algo por el estilo. Resulta que Josefa l'indiano, la mujer de Pepe l'indiano, aquel que había emigrado a la Argentina, tuvo un crío cuando ya nadie esperaba que produjese otra cosa que dolores de cabeza al marido, al que pinchaba para que espabilara algo, que fuese más activo, más trabajador, porque Pepe tenía mucha pachorra. La nueva madre, orgullosa de su retoño, no dejaba de pedir a las chiquillas del pueblo que lo cogiesen en brazos, que lo acunasen, lo paseasen y demás, dando por sentado que la ilusión de todas las guajas era acarretar al crío de las narices a todas horas, cuando estaban hartas de aguantarlo.

-¿Qué hacemos, José?, fueron a preguntar las atribuladas rapacinas al contador de cuentos, que siempre tenía recursos dialécticos, de los económicos vale más no hablar.

José dio un par de vueltas a la madreña que estaba raseirando, otro par de vueltas a la boina, dando tiempo a su imaginación a ordenar algunas filosofías, y soltó sobre la marcha un refrán de su invención, hecho a la medida del problema:

-Tenéis que decirle lo siguiente: «Quien lo parió, que lo arrolle y si no, que lo vuelva al folle».

La más descarada de las chiquillas se lo espetó a Josefa al primer intento de endilgarles a la criatura, y aquel par de versos no le gustaron nada a la madre, que soltó un bufido a las atrevidas marisabidillas, pero la medicina hizo efecto, pues nunca más les empaquetó al guaje.

José nunca se equivocaba al recitar, pronunciaba con énfasis aquellas romanzas que, junto con las de algunas abuelas, constituían la tradición oral de Bildeo:

Allá en Garganta la Olla,

a la vera de Plasencia,

salteóme una serrana

alta, rubia, ojimorena.

Si ahora un maestro se pone a recitar en clase algo así, posiblemente fuese expedientado por no seguir los patrones de la última ley de la educación cambiante y menguante.

Seguiremos informando.