Como decíamos ayer (aproximadamente), tenemos en España varias clases de pensiones. A saber: las astronómicas, las indecentes, las lógicas, las mínimas y las ridículas. De las astronómicas sabe mucho el directivo de cierta entidad bancaria que no me apetece recordar porque siento como poquito a poco (que así resulta más doloroso) se me van abriendo las carnes, y de la que se habló lo suyo hace unos meses. De las indecentes podría decir que me parece que lo son cuando un señor, o señora, tiene derecho a ella realizando el simple trámite de jurar un cargo, mientras que el resto de los mortales españoles tiene que cotizar sus buenos 35 años a la Seguridad Social para tener derecho a una de las lógicas. A estas últimas las denomino así por ser, quizá, el grupo que engloba a la mayoría. Después están las mínimas; no creo que haga falta que describa en qué consisten porque ya lo hace cada partido que gobierna cuando se cuelga la medallita de que va a subir su cuantía. Y por fin llegamos a las ridículas. Son pensiones contributivas que por diversas causas no llegan al total que se cobra con las mínimas; como no están dentro de ese grupo, a nadie le interesa el tratamiento que reciban porque en este país ya ha quedado claro que sólo se tiene derecho a medalla preocupándose de las mínimas.

Vamos a ver el caso de Mariuge, una mujer en la que, estoy casi segura de ello, se verán reflejadas muchas otras. No estoy haciendo discriminación positiva porque no estoy de acuerdo con semejante cosa, pero es que hoy en día son mayoría aplastante las mujeres que se encuentran en la situación que paso a describir.

Hace no mucho más de 30 años, a la mujer que contraía matrimonio se le ofrecía una indemnización, denominada «dote» si abandonaba su puesto de trabajo por esa causa. No era un despido forzoso como en los primeros tiempos del franquismo pero sí eran muchas las trabajadoras que lo aceptaban. Si pensamos que la sociedad aún no veía con buenos ojos que una mujer «de bien» no se ocupase, a tiempo completo, de su casa y su familia y que, además, la inflación estaba alcanzado límites que hoy ni nos atreveríamos a imaginar, no era tan extraño que muchas de ellas decidieran coger el dinerito y ocuparse de aquello que le haría subir puntos de cara a las personas de su entorno.

Pero llegaron tiempos de cambio y los matrimonios dejaron de ser tan sólidos: ya no había que morirse para separarse, lo que para muchos supuso un gran alivio aunque no lo dijesen así de claro; en otros casos, simplemente fue la creciente incorporación de la mujer al mundo laboral la que hizo que muchas de las que veían que sus hijos ya se manejaban por sí mismos, pensaran en volver a trabajar para ocupar su tiempo y, no menos importante, aportar un dinerito que a ninguna familia le venía mal.

Muchas lo consiguieron, otras no pudieron o no tuvieron oportunidades suficientes como para reciclarse en un mundo que empezaba a ser feudo de las máquinas. Entre las que sí lograron incorporarse a ese nuevo mundo laboral, se encontraban mujeres fuertes, sanas y luchadoras, pero también las había que no contaban en su haber con las tres condiciones anteriores y, o bien carecían de la fortaleza necesaria para enfrentarse a un mundo en el que los hombres seguían gobernando a su antojo o carecían de la salud que se tiene cuando las canas aún no tomado al asalto la cabellera.

Y aquí es donde entra el caso de Mariuge. Todos los datos que he ido dando tienen como finalidad el que muchas de las personas que no vivieron esa época con la visión de una persona adulta se hagan cargo del papel que desempeñaban las mujeres en aquellos años. Bien, pues Mariuge se reincorporó al mundo laboral poco antes de ponerse enferma; y fue tal su enfermedad que el tribunal médico que controla las bajas de larga duración decidió concederle una pensión por incapacidad permanente absoluta; es decir, reconocía que Mariuge no estaba en óptimas condiciones para trabajar. En ningún tipo de trabajo. En ningún puesto de trabajo. Nada. Siendo de tal calibre su incapacidad, la pensión que le correspondía suponía el cien por ciento de su base reguladora (cantidad que se calcula en función de salarios, complementos, cotizaciones y un largo etcétera que no viene al caso enumerar).

Pero claro, como una mujer casada que se dedica a cuidar de su casa y de su familia no cotiza a la Seguridad Social, aunque su jornada siempre supera las cuarenta horas semanales y no goza de vacaciones ni fines de semana libres, esa base de la que hablábamos antes supone una cantidad absolutamente ridícula. ¿Creéis que el caso de Mariuge es único en este país? Sinceramente yo creo que no.

Y ahora me gustaría preguntarle a la señora Aído si no le parece más interesante ocuparse de estos casos que intentar plagar de incorrecciones nuestra lengua. Y si me dirijo a ella es porque dado que, hoy por hoy, la inmensa mayoría de las personas que se han pasado por la situación que acabo de describir son mujeres, debería ser el Ministerio de Igualdad el que se ocupase de este problema que puede resultar muy, pero que muy duro para las mujeres que lo padecen. Quizá de esta manera lográsemos ver la utilidad que realmente podría tener esa cartera ministerial y no las salidas de tono a las que, hasta ahora, nos tiene acostumbrados doña Bibiana.