Que la tolerancia es una virtud cívica, es algo que nadie puede poner en duda. La vida social es imposible sin el respeto hacia las personas que, en alguna medida, son distintas a nosotros, ya sea por sus costumbres, su religión o sus opiniones políticas, pero siempre y cuando la aceptación del diferente sea recíproca y, de este modo, el respeto mutuo evite el choque y la confrontación violenta entre unos y otros.

Pero vivimos tiempos en que se ha confundido la tolerancia con la sumisión a quienes de forma más o menos pertinaz nos quieren imponer su estilo de vida y su concepto de la convivencia. De este modo, nos vemos abocados a aceptar sin crítica los modelos de otras culturas que atacan nuestras costumbres más tradicionales sin que nos sea lícito, en virtud de lo políticamente correcto, oponer una resistencia razonada y razonable a lo que, en realidad, constituye una agresión violenta a los valores tradicionales de nuestra civilización cristiana y occidental.

Así, por ejemplo, vemos que una gran parte del mundo musulmán intenta literalmente imponernos sus usos, pero sin estar dispuesto a aceptar en los territorios islámicos los nuestros. Ante tales desmanes nuestras autoridades, incomprensiblemente, están dispuestas a pasar por todo haciendo concesiones desproporcionadas. Consideran, en virtud de una llamada «Alianza de Civilizaciones» que debemos de ser amigos y aceptar las presiones de quienes lapidan a las adúlteras, cortan la mano al ladrón, obligan a la mujer a sufrir la indignidad de la poligamia y a usar vestidos impropios. Además justifican el maltrato, incluso con la flagelación, hacia ellas y hacia los inferiores y predican, como ha hecho recientemente en Roma el impresentable Gadafi, que el Islam tendrá que ser y deberá de ser la religión de Europa.

Nosotros, por nuestra parte, suprimimos la asignatura de Religión, quitamos los crucifijos de los hospitales, de los centros oficiales de la política y de la enseñanza y aún se pretende que también se eliminen de los concertados. Por supuesto ya nadie jura por Dios la lealtad a un cargo, sino que se promete, e ignorando que la inmensa mayor parte del pueblo español es católica, se consagra insistentemente la laicidad del Estado y se procura que el descreimiento cale en el tejido social en pro de una neutralidad no sabemos muy bien con qué o hacia quién.

Entre tanto, en los países musulmanes se ora públicamente tres veces al día, se estudia el Corán hasta hacer de él un concepto y un estilo de vida y no se tolera absolutamente nada que contradiga las enseñanzas del Profeta y, desde luego, no se permite ni de pensamiento que una comunidad cristiana edifique en sus terrenos una iglesia o que honre a Cristo públicamente.

Con ésta gente nos queremos aliar y a ésta gente queremos, no ya tolerar, sino consentir que sus creencias predominen sobre las nuestras. Aceptamos su estilo bárbaro de vida y decimos que somos tolerantes. Pues bien, no somos tolerantes, somos una nación rendida que será nuevamente conquistada como lo fue en el siglo VII, pero ésta vez con nuestra bobalicona aquiescencia.

Esto no se puede consentir hay que oponerse a ello con todas nuestra fuerzas. Pero no se trata ahora de que renazcan Don Pelayo o Santiago Matamoros, ni de emprender una nueva Reconquista. Se trata, simplemente, de que renazca el sentido común en nuestros políticos y en nuestros dirigentes de opinión. ¿Será posible?