Escuchar sus historias hace evocar las aventuras de los marinos nacidos de la imaginación de Julio Verne y de Joseph Conrad. Porque de barcos y singladuras Roberto Oliver Mahiques sabe un rato. Este capitán valenciano (Denia, 1927), avilesino por matrimonio, surcó los mares durante cuatro décadas, y sólo le restó el Pacífico para completar las aguas del mundo. Tras estudiar con los Maristas, en 1950 finalizó la carrera de Náutica en Barcelona, con licencia de piloto de barco, y se embarcó como segundo oficial en el «María Ramos». Ese fue el inicio de una carrera que aparcó a instancias de su mujer, Ana María Arias, cuando ya tenía suficientes horas de navegación como para jubilarse y después estar a punto de morir con toda su tripulación en San Juan de Puerto Rico.

«Esta anécdota es muy buena», dice con una sonrisa, y sí que lo es, sobre todo porque la puede contar. El capitán Ricardo Oliver partió con un cargamento de patatas y cebollas desde Canadá, con destino a Puerto Rico, sin imaginar lo que se les venía encima. «Mientras esperábamos el atraque nos entreteníamos pescando, de tal suerte que pescamos un pez llamado picuda, que según en qué época es altamente venenoso», relata. Eso es por ciertos peces coralinos tóxicos que forman parte de su dieta. El ejemplar que capturaron los tripulantes pesaba casi 5 kilos y lo prepararon a la barbacoa. «A las dos horas yo estaba en el puente y me fueron a avisar de que había tres marineros desmayados». Antes de que él mismo se desmayara también consiguió pedir socorro y recabar la ayuda de un guardacostas americano que se hizo cargo del buque y salvó sus vidas. «Estuvimos hospitalizados más de una semana, hasta que nos recuperamos».

A su mujer le debe no sólo el haber sabido poner el punto y final a sus aventuras marinas con fortuna, sino también el título de capitán. «Como buena esposa asturiana, insistió en que tenía que hacerme capitán, y aunque de piloto estaba muy bien, me convenció». A Ana María Arias la conoció en 1962, cuando todavía estaba deslumbrado por el verde de los campos asturianos. «Los marinos veníamos al baile del Colón, las chicas estaban pendientes la entrada y salida de barcos hasta que nos desbancaron los peritos», bromea. En 1965 se casaron, y medio siglo después celebraron sus bodas de oro en el mismo templo: Jesusín de Galiana. «Repetimos las promesas de fidelidad y amor que, gracias a Dios, todavía conservamos».

Aunque alejado de los barcos, siguen muy presentes en su memoria. «Una vez fuimos a Lagos y había 400 barcos fondeados esperando el atraque. Por la noche teníamos que tener gran precaución porque nos robaban; después de dos meses esperando, tuvimos que dar la vuelta sin poder atracar, ya no teníamos agua potable y con la humedad se nos estropeaban todas las bombas», cuenta. En Patra, cerca de Calcuta, hizo amistad con lo que él pensó que era un cura español, que les dijo que era el obispo. «Sí, y yo el alcalde de Barcelona», repuso Oliver. Pero sí, era el obispo. «Qué alegría, españoles por aquí», dijo el religioso, burgalés para más señas, calzado con unas humildes alpargatas por las calles sin asfaltar. El obispo acabó visitándolos en el barco: «Le invité a una paella que hice yo», recuerda el capitán. En Cuba su generosidad de un paquete con té y café para un práctico cubano fue recompensada con una carga de más de 500 langostas... Roberto Oliver dice que le gustaría escribir sus memorias. Material y estilo narrativo tiene de sobra.