El artículo 6 de la Constitución española dice que la estructura interna y el funcionamiento de los partidos políticos deberán ser democráticos. Pero para desgracia de los ciudadanos no hay ninguna ley que lo garantice, pues no existe norma alguna que diga cómo deben funcionar. Como consecuencia de ello se deja en manos de los dirigentes de cada partido la elaboración y la aplicación de los estatutos. Siendo lo peor de todo que los tribunales siempre se han negado a enjuiciar el funcionamiento interno de los partidos, por lo que éstos siempre han campado a sus anchas.

La realidad es que hoy los partidos políticos se han convertido en caudillistas. Se configuran como organizaciones piramidales o minaretes, en palabras de Herrero de Miñón, jerarquizados y disciplinados. Dominados por el líder y un reducidísimo número de personas que son la prolongación del líder caudillo y que actúan en su nombre.

Los congresos no sirven, son plebiscitarios, y en ellos no se debate nada fuera de las ponencias oficiales ya aprobadas de antemano. Las candidaturas que se presentan son casi siempre únicas, y cuando hay más de una en vez de ser elegidas por toda la militancia son elegidas por unos pocos nombrados, cómo no, en listas cerradas.

Esta realidad ha sido criticada a lo largo de los últimos años por los catedráticos de Derecho más prestigiosos de España así como por los principales periodistas políticos. Y no cabe la menor duda de que es una perversión del sistema democrático que tiene funestas consecuencias para la libertad, a saber:

1.- Tendencia al amiguismo en la composición de los mandos directivos del partido, con independencia del talento, de la preparación individual y del peso político de los elegidos, es decir, del respaldo público que puedan tener.

2.- Poder omnímodo del líder sobre el partido y sus cuadros. Y, como consecuencia de ello, la dependencia y la sumisión total de los cargos nombrados por él.

3.- Ese poder omnímodo y ese amiguismo llevan a la perpetuación en los cargos del líder y de sus «vasallos».

4.- Total inexistencia en el interior de los partidos de un debate político abierto. El debate es una ficción, de modo que la mayoría de los asistentes a las juntas o comités directivos (¡cuando se convocan, que en muchos casos no existen!) renuncia a plantearlo. Hace no mucho, un cargo importante del PP hacía pública esta reflexión: «Las reuniones de los órganos internos se han convertido en meros actos de liturgia inútil. Es más trascendente lo que pueda pasar durante un almuerzo que cualquier reunión institucional». Y de muestra sirve lo ocurrido durante los últimos meses en el PP asturiano.

Es obvio que para la mayoría de los ciudadanos estos comportamientos implican un déficit democrático, mal que les pese a algunos que así actúan. Y si los partidos políticos deben de ser la expresión pública de la opinión de la gente, cabe preguntarse: ¿cómo es posible que las encuestas digan que al 78% de la población le gustaría un sistema de listas abiertas y elección directa y los dirigentes de los partidos las ignoren?

El sistema electoral de listas cerradas y bloqueadas restringe la libertad de elección y el carácter directo del sufragio, hasta el extremo de que la verdadera selección de los representantes se ha trasladado del pueblo a los partidos. Pero no hay otro camino, si los partidos políticos quieren ganarse el respeto de los ciudadanos tienen que abrirse, terminar con las listas cerradas allí donde se encuentren y establecer un sistema de listas abiertas y elección directa. La democracia, a la que aspiramos la mayoría de los ciudadanos, así lo requiere.