Durante muchos años me tragué el humo de los fumadores sin protestar, así que lo que más me sorprende de la nueva restricción de fumar en lugares públicos es que muchos fumadores aludan a una cuestión de intolerancia. Siempre me ha parecido que algunos tratan de imponer su hábito por encima de cualquier consideración. Para empezar, podría contar con los dedos de la mano los fumadores que alguna vez me han preguntado: «¿Te molesta que fume?». No sabría decir si realmente no ven que su humo es molesto o albergan la creencia de que el derecho del fumador a fumar tiene más valor que el del no fumador a no tragar el humo ajeno.

En los bares de copas me han echado el humo a la cara infinidad de veces, me han quemado las medias en muchas ocasiones, gran parte de la ropa, algunas partes del cuerpo y me he llevado colillas pegadas en la suela de los zapatos, se me han puesto los ojos como tomates y la garganta en carne viva. He vuelto a casa pareciendo un puro andante. En más de una ocasión he pensado que la ropa que me había puesto la noche anterior sería mejor quemarla y raparme el pelo al cero.

Muchos fumadores dirán que la culpa es mía, porque si me molestaba el humo podía haber optado por no ir a los sitios donde se fumaba. Eso sí, en los bares se fumaba en todos, pero yo era libre de quedarme en casa. También podía haber dejado de salir con mis amigos, casi todos fumadores. Sin embargo, opté por estar con ellos a pesar de las molestias. Fui tolerante entonces. Nunca acusé al Gobierno de turno de decidir injustamente cómo debía vivir mi vida, ya que si quería salir a tomar algo, tenía que fumar obligatoriamente de forma pasiva. Tampoco amenacé con dejar de ir a los bares insinuando que así tendrían que cerrar el negocio, fui flexible y acepté lo que imponía la sociedad del momento.

He trabajado con fumadores que abandonaban su puesto cada cierto tiempo para salir a fumar. Ellos se podían permitir esa licencia mientras los no fumadores nos quedábamos haciendo nuestro trabajo. Los no fumadores fuimos tolerantes y nunca nos quejamos.

Cuando se adaptaron los restaurantes por la ley anterior, la cosa no cambió demasiado. En comidas y cenas con una aplastante mayoría de no fumadores, los fumadores imponían su hábito por encima de la opinión de los demás y acabábamos comiendo en la zona de fumadores, aunque sólo hubiese un par de ellos frente a diez. Fuimos tolerantes también entonces.

No deberíamos demonizar ni a unos ni a otros, y creo que la ley nos beneficia a todos, así que no permitan que estos «malos humos» enturbien de nuevo el ambiente.