El pasado martes se celebró la presentación (otros valoraron el acto como representación) por parte del Ministerio de Fomento, del conocido popularmente como «plan de la barrera ferroviaria de Avilés». Una trama con una chepa de problemas a sus espaldas.

Se sabe que Avilés quedó, en 1890, separado de su fachada marítima, al llegar el ferrocarril. Las vías se constituyeron en férrea barrera entre el casco histórico y la milagrosa Ría, que desde el comienzo de la historia ciudadana, había convivido con Avilés, en un «hasta que la muerte nos separe», o mejor «hasta que un marqués nos separe».

El tren cortó esa relación íntima. Pero el ferrocarril fue el símbolo del progreso avilesino, en aquel esplendoroso último tercio del siglo XIX, cuando, en 1870, y ganando terreno a las mareas, se inicia la edificación de las 28 casas de la plaza del mercado. La canalización de la Ría y la llegada del ferrocarril, vinieron un tanto de la mano del marqués de Teverga. Así como el inicio, en 1895, de las obras de la iglesia nueva de Sabugo.

Avilés sufrió entonces un cambio de muchos bigotes, que se acaballaban en importancia, real y simbólica. La inauguración, en 1893, de un tranvía de vapor entre Avilés y Salinas. El ser, en 1897, la primera ciudad asturiana en tener alumbrado público. O que, en 1900, se colocase la primera piedra del «Teatro Nuevo», inaugurado 20 años después con el nombre de «Palacio Valdés».

Y todo eso, y también lo malo (que hoy no toca narrar) lo vivió el señor marqués de Teverga. Como también vivió el acto del martes pasado. Porque allí estaba, y no puedo utilizar la expresión «de que ni pintado». Lucía uniforme de gala, bandolera y medalla de la Gran Cruz de Beneficencia. Estaba situado en la pared de la derecha del salón de recepciones del Excelentísimo Ayuntamiento de Avilés. A tamaño natural, todo el mundo podía ver al marqués de Teverga, allí colgado. Porque colgado está el culpable de uno de los progresos de Avilés.

Tal y como lo pintó Dionisio Fierros, en un óleo valorado, hoy, en unos 18.000 euros. Una pequeña chapa dorada revela el título de la obra: «Julián García San Miguel».

Dudo que nadie hubiese reparado en él, en aquella bulliciosa reunión de gentes de rostro preocupado, celebrada el martes pasado. Pero él miraba, impasible, al personal tan afanado en quitar las dichosas vías del sitio donde él las puso.

Y se está haciendo en aras de otro progreso de Avilés. El que ahora toca, marqués.