Todo comenzó en Túnez cuando el pueblo se lanzó a las calles y acabó derribando al Gobierno dictador y corrupto que, desde hacía treinta años, les mantenía a raya con el parabién de los moralistas de Occidente. Su experiencia se ha extendido a otros países árabes, como Argelia, Jordania, Yemen y Egipto. Ha sido en este último donde ha prendido la llama antigubernamental con mayor fuerza, en un viernes de la ira al que se han sumado jóvenes y ancianos, universitarios y trabajadores, laicos y religiosos, musulmanes y cristianos.

Aún es pronto para aventurar hasta dónde llegarán estas movilizaciones populares y qué objetivos alcanzarán. Desde luego, ya nada podrá ser como antes, porque el viernes de la ira consiguió aunar a multitudes hartas del despotismo, a pesar del corte de las comunicaciones y del inmenso despliegue de policías y militares. Es difícil pensar que todo concluya con los numerosos muertos, heridos y detenidos que se produjeron, porque países como Egipto no están para muchas aventuras si se corta el suministro de los turistas.

A primera vista, resulta extraña esta coincidencia y aparece inevitable la pregunta de por qué ahora. En nuestra amable Europa siempre pensamos que las dictaduras son regímenes consustanciales con la propia morería, donde los estados de excepción se mantienen en vigor durante lustros. A nadie extrañaba que los emires duraran en sus cargos decenas de años, que se traspasaran los cargos republicanos de padres a hijos y que los dirigentes holgaran en una insultante opulencia oriental mientras el pueblo malvivía vendiendo baratijas en los zocos. Se consideraba propio de la fatalidad musulmana que las gentes de aquellos lugares permanecieran sentados durante horas ante una taza de te y quizá fumando un narguile, en una espera resignada y secular por ver pasar el cadáver del enemigo. Eran todas ellas bonitas estampas para ser retratadas por los turistas, entre foto y foto de alguna mezquita medieval.

Pero, de pronto y de forma aparentemente incomprensible, se les acabó la paciencia, por la tonta cuestión de que se encareció infinitamente el precio del trigo, que es el pan suyo de cada día, y el cuscús, y el búlgur y casi todo lo que por allí se come. Inmediatamente vienen a la memoria los mercachifles internacionales como los culpables de esa crisis alimentaria, porque les ha dado por comprar cereales con lo que ha subido su precio. Así que otra vez los malvados especuladores, que no tienen bastante con habernos fastidiado nuestras economías y empleos, sino que nos van a jorobar también las vacaciones de sol y pirámides.

Desde nuestra lela burbuja europea se nos llenaba la boca hablando de las nuevas tecnologías, la ecología, el cambio climático y demás zarandajas. Pensamos que era cosa muy avanzada fabricar carburantes con cereales para sustituir al petróleo. Eran carburantes verdes, o sea, lo más moderno. Lo que pasa es que no nos dimos cuenta de que, con ello, se encareció el pan, y un viernes los pueblos sarracenos estallaron de ira.