Cuando en 1899, en pleno centro de París plantaron una estructura metálica de 324 metros de altura, diseñada por el ingeniero Gustave Eiffel, se armó la de Dios es Cristo.

Los intelectuales franceses se indignaron. Paul Verlaine la describió como «esqueleto metálico de atalaya». Guy de Maupasant como «aborto de un ridículo y delgado perfil de chimenea de fábrica».

La torre Eiffel fue el acceso principal a la Expo parisina, de 1899 y también lugar de pruebas de comunicaciones del ejército francés.

Pero el, entonces, «monstruo de hierro espeluznante» es hoy símbolo de símbolos, icono global, la madre del cordero emblemático. Cualquier foto borrosa o el más tímido dibujo contorneado de su perfil remite al Paris divino, al ocio y al arte. Pues la torre Eiffel es, hoy, un ejemplo de patrimonio industrial. Esta es la cosa.

Ha llegado el tiempo de colocar en paralelo los patrimonios histórico e industrial. Y aun corriendo el riesgo de que algunos sufran chamusquina neuronal por ello, deberíamos aceptar, con naturalidad, las comparaciones de centrales térmicas (las catalogadas como excelentes desde el punto de vista histórico-técnico) con palacios del barroco (los catalogados como monumentales). Igual que los hornos altos en relación con las iglesias góticas. Es un decir, pero por ahí van los tiros. Después de todo lo de gótico industrial no suena tan mal.

Hoy se están reconvirtiendo grandes zonas industriales enteras, como las de la Cuenca del Ruhr, en Alemania, donde fábricas y naves, desiertas por la crisis industrial del último tercio del siglo XX (la misma que afectó a Hunosa y a Ensidesa) fueron retomadas para otros usos, con tanto éxito que fue elegida en 2010 como Capital Europea de la Cultura por el aprovechamiento tan ingenioso, en la mayoría de los casos, que se ha hecho de las antiguas infraestructuras, hoy integradas como un paisaje de uso ciudadano.

No queda otra que asimilar estos nuevos conceptos y aplicarlos. Hay casos excelsos como ocurre en el Arnao de Castrillón, pero es excepción que confirma la regla de que hoy en Asturias contamos con un extraordinario parque de patrimonio industrial, generalmente considerado (por gobierno y gobernados), prácticamente como deshecho, porque históricamente «industria» y «ciudad» mantienen una relación de amor y odio.

Tendemos a mirar a la industria como lugar sucio y no sabemos sacarle partido a las instalaciones y maquinarias excelentes, cuando quedan en paro.

En Asturias tenemos un patrimonio industrial de película. Hagámonos el favor de respetarlo y de saber que recuperar hoy este pasado próximo será parte de mañana.

No vean patos, que son cisnes. Fíjense.

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