Cada día les leo algún poema a mis alumnos, no pretendo que lo entiendan ni que lo recuerden, sólo que se acostumbren a oír esa forma de literatura que parece que con el tiempo asusta tanto: la poesía.

La rutina es siempre la misma: nos saludamos cada mañana, nos sentamos en círculo, vemos qué día es, qué tiempo hace, hablamos de nuestras cosas, de lo que haremos y yo les leo. Primero el título, y luego el autor. Por último el poema. Dependiendo de la reacción que tengan, releo el poema o paso a otro. Esa actividad no nos lleva más de diez minutos cada mañana pero, curiosamente, cuando se me olvida la echan de menos y me recuerdan que no les he leído ningún poema. Tengo que confesar que ese momento siempre, por lo inesperado, me encanta.

De ninguna manera mi pretensión es que conozcan a los autores y sus nombres, eso suele aportar muy poco a la relación que empiezan a mantener con la poesía, pero me gusta que sepan que hay alguien detrás de cada texto y de cada imagen porque ellos también son y serán creadores de textos y de imágenes que pueden interesar a los demás. No en vano uno de los objetivos de esta etapa educativa en la que trabajo es valorar y respetar las obras artísticas propias y ajenas. No obstante, de vez en cuando nos topamos con creaciones de autor desconocido, así que han llegado a entender lo que significa «anónimo» y a valorar de la misma manera estos textos que los que llevan firma. No saben todavía que hay otro tipo de anónimos, sin buenas intenciones y ningún tipo de valentía.

Y es que esta época nuestra de la comunicación global a través de internet facilita el abuso del anonimato, muchas veces disfrazado con nombre y apellido, falsos, que sólo quiere hacernos confiar o simplemente esconderse. Estos niños y niñas tendrán que aprender también eso, a recelar de los que tiran la piedra y esconden la mano.

Me gusta pensar que con el tiempo todos serán adultos sensatos, que defenderán sus gustos y opiniones sin miedos y sin reservas, porque no necesitarán justificarse para ser como son, sólo respetar al otro y «valorar sus producciones» como dice el currículo escolar. Lo realmente importante no es que lleguen a tener muchos conocimientos, sino que esos conocimientos los lleve a ser personas críticas constructoras de futuro.

Apliquémonos el cuento y sirvámosles de ejemplo.