Yo viví mi infancia en lo que sentía como un mundo aparte, no era un pueblo, ni tan siquiera un barrio, era un trozo de una calle.

Es curioso que podamos llegar a recordar y sentir como propios los desconchones del asfalto, los paredones de las fincas repletos de maleza y hasta las ortigas que había que esquivar para no tener que rascarse después.

Es una pena que rodar por la hierba, mirar luego cómo cambian de forma las nubes, saltar a la goma, jugar a la zapatilla por detrás, al escondite en los laberínticos portales de La Magdalena, hacer casetas con cartones, ir de merienda, bañar a los muñecos en el regato, mirar los renacuajos y ensartar margaritas en un hilo no puedan formar parte de un currículum vitae. Porque si de la vida hablamos, cuando uno la vive de forma más intensa es al ser niño. No porque se sea más feliz entonces, sino porque cada momento vivido es el único que importa.

Supongo que la mayoría tenemos sensaciones parecidas al evocar recuerdos muy diferentes: nuestra infancia, y el pequeño mundo en que la vivimos. Y aunque nos creyésemos entonces libres para vagar a nuestro antojo por el entorno, no lo éramos tanto, los adultos siempre nos marcaban sus límites. El mundo era ancho entonces, ancho, excitante y misterioso. Imposible de abarcar y a la vez enteramente nuestro. Me pregunto si los niños de ahora sentirán lo mismo, si cuando dentro de un tiempo recuerden sus primeros años sonreirán como lo hago yo ahora y a la vez sentirán, como yo, el peso que nos produce la certeza de saber que el pasado es irrepetible.

«Todo pasa y todo queda / pero lo nuestro es pasar», decía Machado. Es cierto, todo pasa por mucho que nos empeñemos en que vive en nuestro recuerdo. Lo que yo daría por saber dibujar con todo detalle cada esquina, cada rincón, cada paisaje de los que aún conservo vagamente en la memoria, por si algún día se me olvidan por completo. ¿Cuántas imágenes no habré perdido ya para siempre? ¿Cuántos nombres nos habrá ido robando el tiempo?

Si pudiéramos hacerlos regresar pronunciándolos de nuevo, a modo de conjuro, me volvería bruja para repetir despacio, como una letanía, uno por uno, las veces que fuesen necesarias, todos y cada uno de los nombres de mi calle, de mi vida, que me han ido abandonando. Hombres y mujeres, queridos todos, algunos dolorosamente necesarios.