Tengo que confesar que en algunos momentos siento una cierta envidia, que supongo será sana porque no tiene consecuencias más graves que la de fantasear sobre cómo sería si yo viviese en tal o cual magnífica casa de las ciudades y pueblos que visito de vez en cuando. Y es que no puedo evitar en esas ocasiones el deseo de dejar de ser turista para intentar descubrir qué se siente cuando se sale a comprar el pan en algunos de esos lugares o cerrando la puerta del castillo cuando uno se va a la cama.

Debo reconocer que, mucho antes de ser consciente de ello, una de mis pasiones estéticas ha sido siempre la arquitectura, no por su admirable trabajo o por sus complejos y eficaces sistemas y estructuras, de lo que no entiendo absolutamente nada, sino por la armonía de los edificios, por el conjunto estético que forman sus fachadas, ya sea unidas en calles o aisladas. Pero fundamentalmente por las historias que sueño o imagino que han podido ver y oír los balcones, las piedras, los recovecos o los adoquines de las calles.

Pasear por esas calles es para mí como formar parte de un escenario maravilloso, construido ex profeso para que yo pueda vivir otras vidas, soñar intimidades en otros siglos y respirar la historia, esa que nunca se cuenta en los libros y que consiste en la vida cotidiana de otras épocas, en lo que a nosotros hoy nos parece tan natural y quizás dentro de alguna centuria sorprenda.

Quizá mis edificios estrella sean los castillos. Hace poco nos hemos acercado con el colegio al de San Martín, en Soto del Barco. Si cierro los ojos (y aún abiertos, que soy capaz de soñar en cualquier estado) puedo ver aquel pequeño embarcadero protegido por el castillo lleno de actividad, para facilitar el cruce al otro lado de objetos o personas. Por un momento, y de nuevo cada vez que lo evoco, puedo sentir cómo me guiña un ojo la vieja y restaurada torre del homenaje.

Así que no es de extrañar que uno de mis mayores placeres sea caminar por las calles de mi ciudad un día cualquiera, como hoy mismo, en que el sol nos sonríe un tanto, aunque tímidamente. Pero no caminar sin rumbo fijo, sino sabiendo que para ir a la biblioteca, para acercarme al cine o comprar unos zapatos necesito moverme entre soportales y edificios cargados de historia y que contarán también un día la nuestra. Me gusta sentirme parte de la belleza y pensar que algún visitante envidioso estará deseando ser yo misma para vivir en este Avilés que tanto admira quien lo conoce.