Ellos no lo saben, ni lo sabrán nunca, pero cada nota musical, cada palabra de sus canciones nos hace cosquillas por debajo de la piel y nos lleva de la mano a la emoción, a la sonrisa tonta que sale de dentro y que nadie entiende.

Ellos no lo saben. Ni sabrán nunca que se nos hacen tan necesarios casi como respirar. Ellos no nos conocen, y sin embargo nos pertenecen tanto como el portal de nuestra casa, el ascensor o el rellano de la escalera. Los llamamos por su nombre de pila, hablan de nosotros sin conocernos. Han escrito sus canciones, sus poemas, pensando en nuestros sueños.

Son inmortales, dicen, no es cierto, mueren y dejan de sentirse queridos, dejan de sentir los aplausos, se desvanecen para siempre. Aunque sí lo es, sin embargo, que sus versos, su voz, perduran, y eso nos sigue emocionando. Después de todo ellos nunca sabrán que escriben para nosotros, que existimos.

Seguramente hay muchos, pero cada vez que se nos va uno nos sentimos un poco más huérfanos. De nada sirven las pataletas o el enfado.

Primero se me fueron yendo los poetas y escribí versos para no olvidarlos y le copié a Ángel González el título de mi último libro creyendo que así lo ligaba a mí para siempre. Sin él saberlo, sin él haberlo intuido nunca.

Ahora asesinan a Facundo Cabral y son sus canciones las que me faltan. Y no puedo evitar volver a la voz de Alberto Cortez y a la de Rafael Amor, a los que, por cierto, escuché hace un tiempo en la Casa de Cultura de Avilés, aunque por separado y en épocas diferentes. Fueron pequeños momentos de felicidad, porque la felicidad existe y es eso. Es sentirse bien un rato, sonreír por dentro, respirar muy profundo y que el aire nos llene más que nunca.

Ellos no lo sabrán jamás, pero nos vamos quedando con sus pedazos, con sus palabras, con su voz y poco a poco vamos reconstruyéndonos, vamos edificándonos con los versos y las canciones que les robamos, que hacemos nuestras sin que ellos lo sientan.

Quizás es cierto y no mueren del todo, o quizás es que en el fondo necesitamos poco para sentirnos bien: palabras, solo palabras.

Quién iba a creerlo, al final va a resultar que los poetas son necesarios, elementales y útiles, como el pan de cada día. Ya lo decía Gabriel Celaya.