Si hay algo que este verano echo de menos no es el sol, es no haber disfrutado de una buena sombra debajo de un árbol. Estamos en la fecha que estamos y ni un solo día, ni uno, pude gozar de ese placer tan barato. Y no pido tanto, la sombra no tendría que ser, necesariamente, la de un nogal, que al decir de los entendidos es la mejor, a mediados de agosto.

Esto que les cuento se me ocurrió comentarlo mientras tomaba un vino con los amigos. Y, al hijo de uno, un joven listísimo que va por las dos carreras y pico, le pareció una extravagancia propia de una generación de prejubilados ociosos que cobran el doble de lo que gana un universitario y les importa un carajo que el país vaya a la ruina.

Estuve por contestarle una grosería pero me contuve y respondí que esa afición por la sombra quizá se deba a que los de mi generación, la misma que la de su padre, damos por hecho que hubo un día en que descendimos de los árboles mientras que los de la suya todavía están calculando la altura y reconociendo el terreno.

Todos estamos nerviosos. Las cosas no mejoran y quizá fuera más propio que les hablara de la prima de riesgo y no de placeres baratos, pero me gusta la sombra y me disgusta que nos amarguen la vida, incluso en agosto. También me disgusta que asesinen árboles. Lo llamo así porque asesinato, y no tala, es como debería llamarse cuando, como sucedió en mi pueblo, se cargan unos cuantos para facilitar el paso de un carril bici. Hace bien la asociación de vecinos de Salinas en denunciar dos, tres o las veces que hagan falta. La tropelía no debería quedar impune. Sobre todo teniendo en cuenta que a los árboles les pasa como a nosotros con los bancos y las agencias de calificación, que están a merced del que manda y tiene la motosierra.

Más le valdría, a quien fuera el que dio la orden de talar esos árboles, tomar nota de lo que hacen en Cheraw, Carolina del Norte, donde el Ayuntamiento impone la multa, a cualquiera que sorprenda borracho o portándose de manera incívica, de plantar un árbol y cuidarlo hasta que empiece a crecer sin problemas.

Habrán advertido, supongo, que los árboles son mi debilidad; me gustan todos. Aunque, bueno, tampoco les oculto que tengo mis preferencias; me gustan más unos que otros. De todas maneras no llego a tanto como Carlos Navarrete, aquel diputado del PSOE que, en una sesión del Congreso, dijo que el eucalipto era un árbol de derechas. Cierto que no lo escogería para cobijarme bajo su sombra, pero lo acepto y hasta informo de su presencia a quienes están confundidos. De veras que sí. Prueba de lo que digo es que hará dos o tres años estaba en un área recreativa, cercana a la costa, cuando dos señoras se bajaron de un coche y una le dijo a la otra: «Ves que distinto es Asturias, ves lo raros que son aquí los chopos».

Y tanto señora. Eso que usted llama chopos son eucaliptos, advertí de forma amable, sin extenderme en la adscripción política que les atribuye el señor Navarrete, ni alertarlas del peligro que supone confundirlos con otros árboles. Eran otros tiempos, de aquella nadie imaginaba lo de Álvarez-Cascos.