De nuestro corresponsal,

Falcatrúas

Buenos tiempos aquellos los de Garrido, sí señor, el bildeano que llegó a matar noventa y nueve osos, cuando los paisanos que iban de cacería tenían que ser de verdad, sin aparejos de repetición, ni mira telescópica, ni hosties en vinagre. Uno de perras quiso ir a cazar un oso con el legendario cazador, cosa que no le hacía mucha gracia a este último porque para meterse en situaciones potencialmente peligrosas tienes que conocer bien al que te acompaña.

La guarida del bicho tenía un acceso muy peligroso; según avanzaban, las reservas de heroísmo iban mermando y los temblores de canillas creciendo; el cazador bisoño llevaba los acongojes en la garganta y no respiraba bien.

«Te doy una buena vaca», le dijo a Garrido para que lo dejara marchar y no pregonara aquel momento vergonzoso. Con una mirada de desprecio, y en evitación de un tiro a destiempo, Garrido le quitó la escopeta de oro y pedrería; el peor insulto que se le puede infligir a un profesional del oficio que sea es quitarle la herramienta de la mano. El de las perras no sintió nada.

Pero Garrido era tan buen cazador que no le quedaban otras aficiones, como atender el ganado de casa y mirar por la economía familiar. A la menor ocasión, cambiaba la gadaña por la escopeta y perdía la noción del tiempo esperando que su perra le trajera al pie un corzo o un jabalí a los que abatir con su puntería casi infalible.

Cuentan que un cazador foráneo se pavoneaba de su escopeta último modelo de mecanismos ocultos, cuando las habituales eran, como mucho, de percutores a la vista. El cazador presumía de la precisión de su arma, Garrido no se achicó alardeando de la suya, así que resolvieron probar cuál era la mejor: sujetaron en una carril, a buena distancia y apuntando hacia ellos, una vieja carabina de chispa, oxidada y con la culata carcomida; el reto era disparar cada uno con su arma para meter la bala por el cañón de la carabina que les apuntaba. Ni que decir tiene que Garrido metió su bala, embutida en un cartucho casero, por la mismísima, mientras el cazador «suizo» no estuvo a la altura de la precisión de su arma.

Pasando unas páginas en el libro del tiempo de Bildeo, Ulogio avanzó por el sendero como pisando huevos, despacio, con cuidadín de no hacer ruido, evitando quebrar ramas o remover la hojarasca con los pieses para no alborotar el bosque, su manera de caminar calcaba la secuencia a cámara lenta de un safari casero. Detrás, Ubaldo, la escopeta lista, la oreja tiesa, achicaba los ojos escudriñando la cubierta de ramas que tapaban la entrada del sol, buscando algún movimiento delator, algo con forma de páxaro.

Ulogio se detuvo un momento, afinando el oído: de repente, vio asomar una sombra alargada rozando su oreja derecha, sombra que le recordó vagamente los cañones de una escopeta y antes de que pudiera decir «ay», dos estampidos casi simultáneos, acompañados de sendos fogonazos hicieron bascular la sangre de toda aquella parte de su cuerpo hacia la otra, mientras caía derrumbado a tierra en medio de un matorral de ortigas y espinos.

En lugar de ñarbatos, los dos disparos abatieron gran cantidad de ramas y hojas por cuyos huecos pudo pasar el sol, parecía como si se abriera el día o encendieran la luz; todavía atolondrado por las deflagraciones que le habían dejado el oído haciendo gorgoritos y temblando como un flan, Ulogio comenzó a bramar un rosario de jaculatorias dedicadas a la familia de su «amigo», mientras se iba quitando espinas que tenía clavadas en la mano izquierda y en aquella parte de la cara. Las ronchas de las ortigas iban adquiriendo unas proporciones tan exageradas que el pobre hombre se fue transformando en La Masa, en versión colorada.

Ubaldo recargó la escopeta con parsimonia:

-Por bien poco te asustas, pilín, pareces nuevo.

-Me cago en tu alma, tengo que ir al médico ahora mismo, debo tener el tímpano reventao.

-¿Qué dices? Tienes los oídos tapiaos con cera, pa que te encuentren los furacos, necesitarán una brigada de mineros.

Aquel estampido obligó a Ulogio a pasar por la consulta de don Cheluís, que escuchó con paciencia la descripción de las explosiones en sus oídos, manifestada a grito pelado. La exploración posterior le dio la oportunidad de extraer diversos objetos de los conductos auditivos del paciente: varias lentejas ya biltadas, un trozo de clavo de burro viejo, cera suficiente para media docena de funerales y una araña que vivía allí con su prole y unas cuantas moscas disecadas.

«Por eso me decía la parienta que andaba algo duro de oído», fue la explicación lógica que ofreció Ulogio al médico, contemplando los escombros encontrados.

Seguiremos informando.