El presidente Zapatero, en su primer discurso de investidura, propuso solemnemente una modificación constitucional en cuatro puntos concretos y solicitó del Consejo de Estado un dictamen al respecto. En febrero de 2006, el Consejo de Estado emitió un informe dictaminando la urgencia de una reforma constitucional más amplia.

Entre otras cosas, el informe propone la inclusión en la Constitución de unas verdaderas competencias exclusivas del Estado, el asegurar la solidaridad efectiva entre las CC AA, el restablecimiento del recurso previo de inconstitucionalidad para los nuevos estatutos de autonomía o que la Constitución fije el techo competencial autonómico «para evitar dañar el principio de igualdad y el interés general».

Zapatero, al que no gustó en absoluto dicho informe, no volvió a decir una sola palabra al respecto. Y tampoco José María Aznar, miembro de aquel Consejo de Estado y que votó en solitario contra el dictamen.

El Consejo de Estado es el más alto órgano consultivo. Cuenta con casi cinco siglos de historia a sus espaldas; su presidente, el secretario general, la treintena de consejeros y sus funcionarios letrados se reparten más de dos millones y medio de euros en sueldos, siendo esta cantidad tan sólo una parte de su presupuesto. Pero los hechos demuestran que este importante gasto no parece tener demasiado sentido.

Y lo digo porque socialistas y populares han decidido obviar estas sensatas y claras recomendaciones del Consejo de Estado y han decidido, presos de una repentina y urgente iluminación, urdir una artificiosa reforma constitucional para proteger a la sociedad de la incapacidad de gestión económica de sus propios gobernantes, es decir, de ellos mismos. Y lo van a hacer obviando la necesaria institucionalización de los procesos políticos, negociando por enésima vez de espaldas al Parlamento y aumentando conscientemente la sima que los separa de los ciudadanos.

No sé si se trata de una imposición de Alemana y Francia o del BCE, pero les viene muy bien para desviar la atención de la verdadera y necesaria reforma constitucional que España necesita y que no interesa a sus nuestros dirigentes presentes ni futuros.

Una vez más, la democracia se somete a los intereses particulares de los dos grandes partidos, que deciden con sus pactos sobre la vida de los españoles, estableciéndose tan sólo quién manda y quién obedece, desdibujando el Estado de derecho y socavando las bases de la propia democracia.