Creo que fue en el otoño de 1983, yo llevaba aún poco tiempo en la Universidad, pero Oviedo era ya casi como mi segunda casa. Entre las horas de clase, las de viaje en tren y las empleadas en «reconocer el entorno» en horario extralectivo o no, me dedicaba más a la capital que a mi propia ciudad. Es decir, en aquel año yo ya tenía un cierto dominio de la zona antigua de Oviedo, que para mí siempre ha estado ligada a «La Regenta», a la literatura en definitiva. No sólo por verla como escenario de ciertas creaciones literarias, sino por todos mis años como estudiante de Filología en los que si bien no caminaba leyendo por las calles, sí lo hacía fantaseando con mis lecturas más recientes o mis posibles creaciones futuras.

Eran tiempos en los que solía llevar dos libros conmigo: uno, el que estaba leyendo, y otro, el que iba a comenzar cuando acabara el anterior. El tiempo era útil, todo enteramente útil, si no había amigos había libros e, incluso, clases y profesores que ahora recuerdo (a unos con más cariño que a otros, tengo que confesar). A la inmensa mayoría, con cierta nostalgia, aunque entonces me quejase de su forma de enseñar o de los exámenes que nos ponían.

Fue precisamente en Oviedo, en ese otoño de 1983, cuando yo pude cumplir uno de mis sueños: ver en persona a Juan Rulfo. La primera vez que supe que existía fue pocos años antes, cuando estudiaba en el instituto y nos recomendaron leer «Pedro Páramo». La obra me impresionó enormemente. Tuve que leerlo todo de él y quedé para siempre fascinada con aquellos muertos que se hablaban de tumba a tumba. Con aquella manipulación que yo sentía de mi mente como lectora a través de una historia que me confundía, de ida y vuelta en mi cerebro. De ida sin vuelta quizá. Para mí, desde luego, un gran descubrimiento literario.

Ese otoño me propusieron trabajar un par de días en la entrega de los premios «Príncipe de Asturias» (que por entonces eran aún muy niños). Acepté, claro, venía Juan Rulfo. Volví a leer su obra y tuve la enorme suerte de que en uno de los descansos del acto se dirigiese a mí para preguntarme por el palco número trece. Sólo eso, un momento sin importancia. Un momento que recordaré siempre como si hubiésemos compartido durante horas café y charla en cualquiera de los locales que frecuentaba de aquélla con mis compañeros de Facultad. Y es que entonces también yo fui premiada.