Por razones diferentes esta semana han vuelto a mí momentos de mi infancia, en concreto algunos relacionados con los juguetes de entonces. La juguetería de mi niñez era, sin duda, Majafrán, pasaba frente a ella, en Rivero, con frecuencia, mi camino natural en aquel tiempo desde La Magdalena al centro de Avilés. Suponía, invariablemente, una parada obligada para mirar sus escaparates, parada que aún hago en algunas ocasiones, cuestión de costumbre, supongo.

Allí vivían muchos de los juguetes maravillosos que nunca llegaría a tener. Pero tampoco recuerdo haberlos echado demasiado de menos, quizá después de tanto observarlos me cansase de ellos y centrase mi interés en otra cosa. Si bien recuerdo que ahorraba del dinero que me daban e iba comprar algún modelo muy concreto o zapatos para la muñeca Nancy, aunque la mayoría de su ropa era de «confección casera».

De aquellos juguetes se conservan algunos, o eso espero, en una caja en el altillo del armario. Otros se han perdido. Supongo que, en su momento, la pérdida me habría causado alguna tristeza, pero sólo recuerdo esa sensación en un par de ocasiones concretas, del resto ni me acuerdo.

Aunque conviene no olvidar que los niños no viven en un mundo sin complicaciones, felices y ajenos. Lo que para los mayores no tiene importancia, para ellos puede ser trascendental. A la superación de todos esos momentos es a lo que definimos como madurar.

Los niños viven en un mundo real, con sus propias dificultades para entenderlo, que pueden angustiarlos. Quizá por eso nos inventamos historias para que sueñen, cómo si eso no lo supiesen hacer mucho mejor que nosotros. No precisan al Ratoncito Pérez para no estar tristes porque se les haya caído un diente, aunque los regalos siempre ilusionan, claro está.

Somos los adultos los que necesitamos imperiosamente soñar, recordar que fuimos niños y apropiarnos un poco de sus sensaciones ahora que ya no las podemos sentir. O eso creemos, porque hemos crecido, pero tenemos nuestros propios «juguetes», nuestros objetos prescindibles que nos hacen sentir un poco mejor. Ahora mismo yo escribo en una no muy cómoda mesa de teca, con pequeños cajones y balda, sobre la que descansa mi lámpara de cristal verde (atrezo de buen número de series televisivas), el teléfono negro años 50 regalo de mi hermano y la pantalla del ordenador, que es pequeña para que no tape la lámina enmarcada de «El jardín de las delicias» de El Bosco que tengo frente a mí.

Ya ven que no hemos cambiado tanto, todos, si nos analizamos con calma, reconoceremos, en algunos de los objetos que nos rodean, nuestros nuevos juguetes. Sin remordimientos, porque disfrutar soñando nunca es malo.