Tal vez la pintura sea expresar aquello que no se puede verbalizar, regresar a un tiempo que ya nada nos lo puede devolver y se ha quedado, para siempre, vaporoso e inaccesible, tras los cristales; tal vez la pintura, actualmente, cuando va perdiendo la voz y la materia, sea mirarse a sí misma, en su historia y renacer como un susurro, como una frágil criatura, fortalecida en los márgenes; tal vez sea un remanso de sosiego entre tantas convulsiones y tal vez restablezca, más allá del reinado de la imagen en movimiento, en los ojos la mirada, la posibilidad, otra vez, de reconocernos; tal vez la pintura se encuentre, para siempre, condenada a vivir en un laberinto, amenazada por el Minotauro de los nuevos lenguajes, esperando una Ariadna como Chechu Álava (Piedras Blancas, 1973) que le facilita el hilo para encontrar la salida. Lo cierto es que nunca como en esta última etapa la obra de Chechu había profundizado tanto en la poética de la aparición, que lejos de cualquier pulsión fantasmagórica se da como contemplación, surgiendo del inconsciente las visiones de Camille Claudel o Ana Pavlova, entre otros personajes históricos que nos traen instantes emocionales.

Chechu en el catálogo "Retrato de familia" publicado con motivo de la exposición colectiva del mismo título en Valey Centro Cultural de Castrillón, mantenía una conversación con sus hermanos (Luis y Juan), con los que participó en la muestra, en la que afirmaba que "Casi ninguno de mis cuadros son retratos propiamente dichos. Muchos de ellos no provienen de una persona "real", más bien son una especie de frankensteins, pues la cabeza, las piernas, los brazos proceden de fuentes o referencias distintas. Más que retratos, algunos son arquetipos. Tal vez también sean autorretratos? Y en ciertas ocasiones son el reflejo lejano de la persona que me inspiró, una reminiscencia, como la huella en la arena". Esta larga cita resume muy bien el concepto de retrato para la artista, como reflejo de una contemporaneidad pictórica que no responde a lo mimético, a una representación fidedigna de la realidad, y liberado, por tanto, de la presión de la copia pasa a una etapa superior: aquella que ya no pretende el parecido sino la desocultación. Pero, además, buscando un espacio allí donde se extiende el dominio de lo fotográfico, sin negarlo, pero urdiendo otra belleza y, por último, reconociendo el fragmento -lo frankenstein- como una característica de estos tiempos.

Nos encontramos, entonces, con una pintura meditativa, visiones desenfocadas y trabajadas con veladuras, con los personajes de otra época que parecen desvanecerse tras una breve y sorprendente aparición. Estos cuadros, en su mayoría de pequeño formato, contienen historias atemporales, conversaciones literarias con Sylvia Plath, pictóricas alrededor de Frida u Olympia y personales, rememorando amores en Hyde Park. Pero la narración es sobrepasada por la emoción que es la auténtica clave para sentirlos tan cercanos, para traerlos a este tiempo al que ya no pertenecen aunque, están ahí, en una nebulosa cromática, acompañándonos. Y sigue estando presente ese aliento espiritual que en los últimos años late en la pintura de Chechu, esa necesidad de vaciarse, ese anhelo por lo inaprensible, ese rumor, ese silencio, ya indiferente a todo, cuando la mano va sola y en el pincel vienen los muertos. De estas ausencias, de estas invocaciones, esta hecho el ovillo pictórico, misteriosamente hermoso, de Chechu Álava.