El rapto de Europa, la joven fenicia que nos prestó el nombre, forma parte de la mitología griega pero también a lo largo de la historia y a niveles mucho más terrestres, se han reproducido secuestros y hasta violaciones de esa, ahora vieja dama, que es Europa.

Naturalmente que de igual forma ha habido, en diferentes siglos, intentos de darle nuevos alientos para que siguiese siendo la madre fecunda y protectora de las diferentes tribus, más tarde convertidas en naciones, que se afanaban en sus ubres.

En la Navidad del año 800, Carlomagno era coronado como emperador del Sacro Imperio Romano, constituyendo el primer intento pragmático de una idea supranacional europea. Le seguiría Carlos V, llamado Carlos de Europa, pero cuando abdica en Bruselas(1556) se abre, de nuevo, el camino a la diversidad. Napoleón intentó algo parecido, bajo la hegemonía francesa, pero Waterloo y Santa Elena lo sentenciaron.

Hay que dar un salto hasta los duros años que siguieron a la II Guerra Mundial, para que líderes de la categoría de Adenauer, De Gásperi, Schuman, Churchill, Spaak y otros comiencen a poner en práctica fórmulas de acercamiento a una concepción de Europa que sobrepase los nacionalismos causantes de guerras y confrontaciones, basados según G. K. Chesterton en «la eterna complacencia en la repetición de patrióticos engaños» y con el lema «mi país tenga o no tenga razón», de nulo contenido ético.

Ahora, de los nacionalismos bélicos se ha pasado a los nacionalismos económicos, insolidarios, egoistas, que han surgido como hidras devoradoras cuando la casa se cuartea por problemas de gestión o cuando algunos quieren aumentar sus graneros.

La crisis se ha llevado por delante el Tratado de Roma (1957) y Maastricht (1992), poniendo al pie de los caballos la Constitución Europea y todas las instituciones comunitarias, reflejando, de esta forma, la debilidad de los cimientos ideológicos que las sustentaban.

En Bruselas, ahora mismo, se está consumando el nuevo rapto de Europa, para mayor tragedia dividida en dos, los países del euro y los otros, con el Reino Unido al frente. El europeísmo ha saltado por los aires al primer envite.

Merkel y Sarkozy son los impulsores de esa fractura, justificada como «única» solución para salvaguardar un cierto estado de bienestar y paz social, en peligro de quiebra en la mayoría de los países europeos. Los dos líderes, representantes de dos naciones que tiene una trágica historia de mutua confrontación son los que han puesto condiciones a los demás para seguir juntos más allá de una simple yuxtaposición.

El precio es la trasferencia de la soberanía en materia fiscal, estabilidad presupuestaria, y control desde instituciones comunitarias. En la práctica, después de haber cedido la moneda, la política arancelaria y grandes sectores de políticas sectoriales, pesca, agricultura, minería, infraestructuras, medioambiente, ectétera, digamos que a los estados miembros les queda algo parecido a las simples competencias de tipo municipal y con reserva de licencias.

¿Existe otra solución? Si la hay no se ha puesto encima de la mesa de las reuniones nocturnas de Bruselas. Pudiera ocurrir que como un día dijo Jean Cocteau «a los líderes de hoy les falta valor para afrontar los riesgos creadores».

El europeo de a pie, pero sobre todo de este lado del Canal de la Mancha, cruza los dedos y un poco encogido espera que el sistema funcione y que los pastores nos lleven a mejores praderas. El soberanismo no está en cuestión y que vayan aprendiendo Artur Más, Amaiur, PNV y otros aldeanos similares.