Ha de concluirse que constituye una peculiaridad histórica del último siglo español que en los momentos de las crisis más agudas surge algún personaje político gallego que acaba teniendo una gran trascendencia para el futuro de la nación.

En los últimos estertores de la monarquía de Alfonso XIII, por todas las trastiendas de la política deambulaba un sujeto que no ha pasado a la historia como un gran líder político. Tampoco en aquella época era una personalidad popular ni, aparentemente, representativa del arrollador republicanismo que acabó implantando la II República. Don Santiago Casares Quiroga era un coruñés provinciano y burgués que encabezaba un minúsculo partido galleguista. Poco más. Pero, en un este o un aquel, este individuo de apariencia tísica fue propuesto para la asamblea consultiva con la que el general Primo de Rivera intentó fallidamente salir de la crisis institucional; asistió con una representación mayor de la que le correspondería a la reunión republicana del Casino de San Sebastián de 1930, y nada menos que fue nombrado emisario del denominado «Gobierno Provisional» republicano para entrevistarse con los militares que pretendían pronunciase en Jaca con el encargo de convencerles de que aplazaran sus planes.

Casares Quiroga habló con el capitán Fermín Galán, sí, pero de aquella manera tan propia de su tierra e incomprensible para los demás que la sublevación se llevó a cabo, fracasó y, como es sabido, fueron todos fusilados. Posteriormente don Santiago llegaría a ser Presidente del Gobierno en el año 1936 y, de nuevo, se mantuvo a mitad de la escalera, sin saber nadie si subía o si bajaba, cuando el Alzamiento Nacional.

Momento decisivo éste último en nuestra reciente historia, en el que surge otro gallego, frente a don Santiago. Fue un general de Ferrol, que aquí era conocido como «El Comandantín». La diferencia es que éste sí pasó a la historia con letras mayúsculas, aunque fuera con chorretes de sangre. Pero, cuidado, que también anduvo Francisco Franco entre dependes. El general más joven de España era hombre conocido por sus convicciones monárquicas, pero, bueno, estando ahí la República, pues, eso. En los terribles momentos previos a la Guerra Civil, no fue él de los primeros conjurados, sino que más bien estuvo remolón hasta el último segundo, porque, claro, ya se sabe? Hasta que, una vez visto cómo venían las cosas, fueron sus tropas marroquíes las primeras que se alzaron, un día antes del 18 de julio, en que lo hicieron en el resto de España. Aceptó la ayuda de Hitler en la Guerra Civil, aunque le dejó patidifuso en la reunión que sostuvieron en Hendaya, porque para un prusiano debe ser demoledor que le respondan con otra pregunta. Y el Caudillo murió en la cama, sobreviviendo a la los nazis, a la Falange, a los carlistas, a los monárquicos, al Opus Dei, a los ingleses y a los yanquis, que mire por dónde, con él, España era un Reino sin rey y una democracia pero orgánica. ¿Se puede pedir más? Depende.

Ahora, el pueblo soberano, en su intuitiva sabiduría, ha vuelto a encumbrar en la jefatura del Gobierno a otro gallego, pues también nos agitan tiempos revueltos y qué mejor sabedor de cómo sortearlos que alguien criado en la humedad burguesa de Pontevedra, que haya estudiado entre las francachelas de los lluviosos soportales de Santiago y que sea diestro en el trato ambiguo del lacón con grelos. No sabemos si con Mariano Rajoy saldrá España de la crisis, pero seguro que, con lo poco que ha hablado con la Merkel, ya ha conseguido que la teutona luterana esté perpleja. O no.