La semana pasada vi una imagen que algunos de ustedes quizá vieron también pero que, tal vez, no les causó la misma impresión que a mí. La TPA entrevistaba a una señora que había estado a punto de quedar aislada por las inundaciones que anegaron Asturias y su máxima preocupación era poder acudir, puntualmente, al trabajo porque las cosas - dijo- no están como para que uno falte, aunque sea por una catástrofe.

No era la primera vez, sobre todo de un tiempo a esta parte, que oía anteponer el trabajo a cuestiones como la salud, el riesgo de un accidente o la convivencia familiar. Para aquella mujer, de mediana edad, conservar el trabajo era su prioridad absoluta. El tono en que lo decía evidenciaba que tenía miedo a perderlo, que hay un miedo, construido desde el poder, que cuenta con nuestro silencio o, lo que es peor, con nuestro consejo de sumisión aunque vaya en ello la dignidad y el decoro de nuestros hijos o el de quienes buscan apoyo o una palabra de aliento.

Hablamos mucho del paro, el desencanto y la corrupción pero apenas se habla del miedo. Y el miedo existe. No me refiero a ese miedo que, en mayor o menor medida, todos tenemos: el miedo a la muerte, al dolor, la soledad o la vejez. Me refiero al miedo a perder el trabajo, al que insiste en atemorizarnos amenazando con que si no aceptamos lo que nos imponen iremos al paro.

Lo peor de todo es que no les basta con imponerlo, quieren que estemos de acuerdo, que nos rindamos. Llevan tiempo con eso, insistiendo en que vivíamos por encima de nuestras posibilidades y esa forma de vivir fue la que trajo la crisis. Según esa teoría, deberíamos pagar por ello, deberíamos aceptar el castigo. La disciplina es lo primero. El empresario debe volver a lo que era uso y costumbre a principios del siglo pasado. El que abona un salario no tiene por qué estar sujeto a ninguna otra limitación que no sea la de pagar lo que le convenga y exigir lo que tenga a bien. Al fin y al cabo, de él depende que el trabajador pueda comer.

Les parecerá que exagero. Así, con esas palabras, no lo dicen, pero ése es el motivo. Tampoco son tan torpes como para no endulzar su crueldad con un discurso amable y exculpatorio. Si nos quitan los derechos que teníamos es para favorecernos, para que podamos encontrar trabajo.

Ya ven, a los empresarios no les valía con el miedo, con ese miedo a perder el empleo que atemoriza y angustia a los que todavía lo tienen y hace que quienes aspiran a tenerlo acepten lo que quieran ofrecerles. No es suficiente. Además de miedo los trabajadores tienen que sentirse desamparados, tienen que percibir que no habrá ley que los ampare.

Un estudio reciente indica que el miedo a perder el trabajo produce más depresión y angustia que estar en paro. El Gobierno y los empresarios seguro que lo conocen. Confían en que el miedo atenaza; paraliza. En principio así es, pero como dice Armand Feiguenbaum, un famoso gurú empresarial, con el miedo hay que tener cuidado, es como un iceberg. Solo vemos el 15%. El 85% restante no está a la vista, no se ve, pero fue lo que hundió al «Titanic».