Hace poco me recordaban la importancia de la llegada a Avilés del ferrocarril allá por los últimos años del siglo XIX.

Y aunque no sea un hecho en absoluto trascendente, ese ferrocarril tiene mucho que ver con mi historia personal. El cruce de vías ocurrió unos cuantos años después de aquella llegada y bastantes antes de que yo misma llegara, no sólo a esta villa, sino incluso a esta vida.

Fue hacia 1939, finalizada ya la guerra, aunque no sé precisar el mes, cuando enviaron a mi abuelo (ferroviario) a trabajar a San Juan de Nieva. Mi padre contaba que fue una especie de destierro político, pero ya no puedo indagar en esa historia, los protagonistas me han ido abandonando.

Con el tiempo nací yo, en una familia de ferroviarios (mi padre también lo fue). O quizá debo decir en «dos familias de ferroviarios»: la personal, la de casa, y la gran familia de todos los que subíamos al tren con «kilométrico» (quienes lo hayan vivido saben de qué hablo).

El tren era entonces para mí algo tan propio como las escaleras o el portal de mi edificio. Mío y de otros, por supuesto, pero también mío. La estación de Avilés, la de San Juan de Nieva, las vías, las traviesas, la catenaria eran todas ellas parte de mi entorno, aunque no viviera cerca de ninguna de ellas.

Pero que esto no lleve a engaños, no le tengo ningún aprecio al trazado original de las vías, las prefiero ocultas a su paso por la ciudad. Sin embargo, sí siento una gran pena al ver en lo que se ha convertido San Juan de Nieva, un basurero justificado por «el progreso». Otro desmán más, achacable sólo a la cortísima visión de futuro que parece sufrimos los avilesinos. Quizás encontremos con el tiempo la cura para este trastorno endémico, quién sabe.

Me preguntaban una vez por qué cuando escribo sobre el tren siempre va unido a sentimientos tristes. Lo cierto es que hasta entonces no me había dado cuenta de que era así, el tren para mí representaba viajes, ocio, alegría, incluso si sólo lo veía pasar cargado de personas con un destino, o cuando contaba los vagones de mercancías, convoyes larguísimos siempre, cuyo número olvidaba inmediatamente después de haberlo hecho. Supongo que será porque ahora estoy más sola en ese recuento y porque la vía, aunque parezca quieta y siempre la misma, es engañosa como los ríos y discurre, sin que nos demos cuenta, alejándonos del pasado y de lo que creíamos poseer.