Desde los comienzos en el oficio de periodista supe que los premios, al menos los literarios, no se conceden -por regla general- de forma justa y objetiva. Hay que trabajárselos y para ello reunir determinadas condiciones, en las que sobresalieron algunos colegas, acaparadores de distinciones en metálico. Quizás haya cambiado algo, pero ésa es mi experiencia. Los expertos no sólo conocen las convocatorias sino que desparraman por el país una tupida red de informadores que les tienen al tanto de las ofertas lanzadas por los más modestos ayuntamientos, de rigor en fiestas patronales, la elección de la reina, fallera, xana o miss que ponían en marcha cada primavera. Se elegía a la agraciada, con protocolo medieval, y era la escogida quien entregaba al trémulo poeta la flor natural. El alcalde deslizaba el sobre con uno o varios billetes plegados.

Hacia l943, con el cortejo de restricciones que nos afectaron a todos, disfruté de la amistad de un caballero, hombre bastante mayor, diplomático y muy rico por su casa. Para ir al grano diré que su nombre pesaba en la ciudad catalana de Reus, quiso estimular mi naciente vocación y un día me encontré con la noticia de habérseme concedido el accésit en los Juegos Florales de la noble villa. Era evidente la cacicada de mi buen amigo, con la que obtuve 500 pesetas y dos jornadas en aquella ciudad, hospedado en su palacio, donde él no había vuelto a poner los pies. Comienzo prometedor, aunque quedó patente que había sido un donativo de su propio bolsillo. La Flor Natural se la llevó, limpiamente, mi admirado mentor, Eugenio Montes.

Por aquellos tiempos, en Madrid, el director general de Prensa, Juan Aparicio, un intelectual de primer orden, editó, con fondos de la Vicesecretaría de Prensa y Propaganda del Movimiento, varias publicaciones, «El Español», «La Estafeta Literaria» y otras donde se estrenaron plumas importantes, como la de Camilo José Cela. También había instituido un premio mensual de periodismo, enlucido con 500 pelas de retribución, sobre tema previo. Deseoso de ayudarme me convocó a su despacho para decirme que, conociendo que acababa de escribir, por encargo, una breve historia de la aviación española, quería que enviara un artículo para optar al premio, hecho a mi medida. Contraviniendo el propósito de no comparecer en estos eventos, quise negarme, pero lo hice. Llegó el día y leí que el galardón se lo había entregado a Rafael García Serrano. Esa misma mañana, en una llamada a mi casa me convocaba el jerarca, que me dio toda clase de explicaciones, aludiendo a la presión insoportable por parte de «las chicas» de la Sección Femenina, que adoraban a Rafael, un gran escritor, por supuesto.

Así me mantuve casi durante 40 años, cuando pensé que ganar un premio profesional me vendría muy bien, no sólo crematísticamente. Y me presenté al «Luca de Tena», del diario «ABC», descubrí que conocía a todos los miembros del jurado, menos a uno, y que me debían algún favor. Diez años después, concurriendo parejas circunstancias, pretendí el premio «González Ruano», instituido por la sociedad Mapfre, y también me lo llevé. Por último, esta vez luché firme por lograr el «Rodríguez Santamaría», que otorga la Asociación de la Prensa de Madrid -sin retribución en metálico- y también lo alcancé. Tres premios en una larga vida no creo que hayan sido un abuso. Al llegar a Asturias, por pura generosidad de mis colegas, tengo en mi casa la linda estatuilla de la sirenita y una refulgente bola de puro cristal, éstos concedidos graciosamente.

Siempre pensé que no se daban correctamente estos galardones, sobre todo los que suponen una aportación de dinero, a veces importante. Y que, a mi juicio, deberían ir destinados al escritor, poeta o periodista que comienza la vida, pues supone una ayuda y un estímulo; y al escritor que ya ha rendido su trayecto, posiblemente con apuros económicos. Doble premio justificado. Pero no. Los más refulgentes, los apetitosos ricos, se los suelen llevar profesionales en el pináculo de la fama y el prestigio. Ganan dinero a espuertas y los miserables mecenas no valoran la calidad, sino que el provecho que un nombre conocido puede revertir a su editorial.

Larguísimo exordio para entrar en materia. Creo que debiera instituirse un novedoso reconocimiento a quien ofrezca una novedad. Yo me promuevo reclamando la distinción por las cosas que no he hecho. Por ejemplo, no he escrito jamás, ni lo haré, la palabra «empatía», utilizada por quienes ignoran lo que quiere decir. Nunca he infringido la norma gramatical de que dos negaciones significan una afirmación y viceversa. La abundante manada de zotes, en política, literatura, ciencias, etcétera?, caen en esa estúpida aberración. «Fulano no revelará sus intenciones hasta que no se lo pidan», «la fábrica no entregará el material si no la pagan», o sea, que nadie le va a pedir nada a Fulano y la factoría jamás cobrará. Se lee en los diarios, se escucha en el hemiciclo, en la tele y se quedan tan orondos.

Otros cultillos se despeñan por la fonética y continuamente escuchamos la palabra elite, que los ignorantes acentúan como esdrújula. Hace tiempo que está aceptada por la Real Academia; lo mismo que en francés, es un vocablo llano y como tal hay que pronunciarlo en ambas lenguas. Náufragos en el inglés básico y atolondrados con las lenguas vernáculas acabamos por no saber el español, bastante acreditado. Más de un traductor nos ofrece el fusil de caza por escopeta.

También reivindico no haber escrito una línea sobre el asunto del yerno del Rey, actitud merecedora de premio, digo yo. Y eso que reflexioné sobre la total ignorancia de su esposa, para no estigmatizarla, y me dije «Pero la tonta ¿no era la otra?». Echo de menos la airada protesta de las feministas al discriminar a esta alta señora que, como mujer, debería compartir las peripecias de su pareja y ser tan imputada como él. Si creen ustedes que ando errado y no merezco lo solicitado, pues olvídenlo y tan amigos.