Comentando con un amigo lo raro que viene el invierno, que apenas llueve y es como si la sequía afectara más a los altos hornos de Veriña que a las berzas y las lechugas, recibí como respuesta que está todo tan mal que a saber qué será de la juventud.

De la juventud y de nosotros, se me ocurrió contestar, sorprendido de que nos diera por amortizados y los años que aún nos resten pudiéramos vivirlos de cualquier manera. No entendía que sólo pensara en los jóvenes y se lo dije. Le dije que no hay cosa que más deteste que acabar como cualquier imbécil que se refocila en ese sentimiento complacido de ser víctima no importa de qué o de quién.

El toque surtió efecto porque cuando retomamos la conversación estuvimos de acuerdo en que no se trata de que una generación salga peor o mejor parada; la crisis no entiende de edades, afecta a todos. Cierto que quienes todavía no somos viejos, pero lo seremos antes que otros, quizá oponemos más resistencia a los cambios que nos proponen pero, sobre todo, nos resistimos a cambiar a peor. A nadie le gusta que su calidad de vida empeore, y a nosotros con más motivo porque, en el supuesto de que fuera cierto que el sacrificio que ahora nos piden vaya a servir para que luego vivamos mejor, igual no llegamos a luego o, en todo caso, nos quedará menos tiempo para disfrutarlo.

Otro punto en el que coincidimos fue en no entender ese empeño por menguar nuestro entusiasmo. A un Gobierno que ofrecía, aunque sólo fuera, una remota esperanza ha sucedido otro que no deja de machacarnos con la cantinela de que, nos pongamos como nos pongamos, las cosas irán a peor.

Entiendo que quieran quitarnos responsabilidad, pero decir que no pintamos nada, que nuestro papel es el de meros espectadores y que, a lo sumo, lo que podemos hacer es quejarnos en privado, es volver al aquí mando yo y tú a callar.

Las cosas están como están. Y para comernos, aún más, la moral han vuelto a la maldición divina, a que la crisis es algo tan antiguo que ya sucedía en tiempos de las doce tribus. Después de las vacas gordas vienen las flacas.

Mienten como bellacos, han trucado la profecía. El detalle más importante, referido al sueño del Faraón, es que las vacas gordas y las flacas no venían unas después de otras, existían las dos a la vez.

José, el undécimo hijo de Jacob, que fue quien interpretó el sueño, dijo al Faraón que los siete años de abundancia coexistían con los siete de hambruna. La interpretación exacta fue la siguiente: «Si acumulas grano en los años de abundancia, las siete vacas gordas seguirán estando allí cuando las siete flacas emerjan del río y éstas tendrán que comer».

El Faraón no hizo caso, no tomó en cuenta el consejo, y el resultado fue que las vacas flacas se comieron a las gordas. De acuerdo que era un sueño y que las vacas nunca fueron carnívoras, pero a falta de pan vienen las tortas.

La profecía es, realmente, como les digo, sólo me queda la duda de si el refrán dice así o resulta que también lo interpreto a mi aire, igual que hacen los ricos con las vacas gordas y flacas.