La situación general por la que pasamos es muy dura y difícil. Más de cinco millones de parados resulta un peso agobiador que tiene como singularidad no haber estado precedido por circunstancias específicas, ni en el terreno mundial ni en este rincón del globo donde vivimos. Resulta difícil asumir que la torpeza de una clase dirigente, la que controla la economía, haya sido tan desgraciada como para hundir a la Humanidad en una poza donde corre el riesgo de asfixiarse, sólo para procurar el beneficio a unos pocos. Lo cierto es que de la prosperidad de un trompeteado Estado del Bienestar hemos pasado a la indigencia e incluso a la desesperación de amplios segmentos sociales, jóvenes, mayores, mujeres, profesionales y trabajadores manuales.

Hay cierto espejismo y desorientación, pues en tan poco tiempo no es previsible saltar desde una confortable prosperidad a los más de cinco millones de parados que abruman la balanza. Es posible que haya sido más cuestión semántica que económica y hayamos llamado a los parados por la etiqueta de prejubilados, funcionarios autonómicos, liberados sindicales, empleados sin función y con nómina, solapados en tres o más tareas distintas para un solo cometido.

Lo curioso y singular es que no haya obedecido a las conocidas secuelas de una guerra en nuestro entorno, ni sobrepasado nuestras playas un tsunami arrasador, ni el aire sido embebido por una mefítica epidemia. Llegó casi de sopetón, agravado el choque por la necia negativa a admitir la presencia de una crisis. Más que averiguar las causas, lo urgente y necesario habría sido ponerle remedio a los síntomas, cosa que no se hizo y que, cuando sobrevino, ha encontrado a un país gravemente dolorido.

Un curioso comportamiento político nos lleva a considerar que los daños, siendo enormes, aparecen aún más graves, pues el catastrofismo es un arma corriente entre los que luchan por el poder. Como en los antiguos tiempos de penuria, que en España duraron siglos, el indígena tuvo que aguzar el ingenio para sobrevivir, aunque en este caso se cumple, otra vez, la antigua maldición «Dios ciega a quien quiere perder», o sea, castigar, vapulear. Aunque no nos lo parecía, hace cuatro, seis y más años hemos pastado alegremente en unos verdes prados que han resultado ser alfombras de rafia, teñidas e indigestas. La secular alpargata pasó a ser calzado veraniego en Marbella y en muchas chabolas se conservaban recuerdos de un crucero a Bali, a los mares del Norte o al Caribe, donde el habitante o algún familiar habían vivido la maravillosa aventura ultramarina.

Al mismo tiempo nos hemos recreado, o nos han engañado, con la monserga de tener una juventud suficientemente formada, cuando eran la excepción de siempre, los estudiosos, dotados, vocacionales quienes encontraban en la formación un estímulo y no un látigo. Llevamos muchos años descuidando la ilustración popular y corriendo el riesgo que ha sufrido Francia al pasar de ser la nación más culta y cultivada de Occidente a la Segunda División, donde por ahora milita. Nosotros hemos de buscar el brillo trescientos años atrás, poco y mal repartido. Sin embargo es patrimonio de las naciones pobres alumbrar ciudadanos sobresalientes, algo que se conseguía de muy pocas maneras, que ahora renacen.

Era un hecho que muchos hemos vivido en nuestras familias: hubo emigrantes, militares y religiosos, los tres campos donde el plebeyo podía sobresalir. Ahora casi nos sorprende la actitud de la Iglesia preocupándose con renovados bríos por fomentar las vocaciones. Siguen proclamando la gloria y el honor del sacerdocio, pero con la boca pequeña lo insinúan como una salida para ganarse la vida, algo que no es reprobable como técnica. El seminario fue la tabla de salvación de muchas personalidades que hubieran permanecido en el mísero cerrilismo de la aldea. Lástima que tipos tan perniciosos como el jesuita Arzallus se saltara las altas barreras de los votos normales y los de la exigente Orden de San Ignacio.

En el prolongado amanecer español la sotana significaba un empleo, generalmente digno, una salida vital, una deserción del duro campo. Los latines y las humanidades sirvieron, a los más capaces, como plataforma robusta para enderezar una función destacada. El más tosco de los párrocos de pueblo tenía en su mano la suprema posibilidad de llevar cierta paz a un alma atormentada. Ahora mismo se ofrecen puestos de trabajo, no muy bien remunerados, pero fijos, condición que pocas empresas ofrecen. Bastante más digno que el enchufe como comisionista o intermediario, tan común. O del y la que desempeña funciones inútiles, ya ejercidas por otros currantes.

La salida de las armas está ya descartada y se ha convertido en oficio que tiene más de rutinario y burocrático que de heroico. Nadie puede alistarse y prometer a la novia un regreso con los entorchados del brigadier pues los ascensos se consiguen, con tesón, desde luego, con aplicación, suerte y, sobre todo en la cima, apoyo político.

Vuelve otra actitud olvidada: la emigración, el Pepe que tiene que irse a Alemania y, cuando regresa, espera que Mohamed se suba al andamio y recoja las patatas. La Iglesia que, pese a su fama de pétrea suele estar siempre a la que salta, está dando los primeros pasos. Para rematar el éxito solo falta que el feminismo, algo aletargado, reclame la apertura de noviciados y el derecho inalienable de la mujer a permanecer de por vida detrás de unas rejas, bordando canastillas y cocinando magdalenas. Lo demás vendrá por añadidura.