El Estatuto Municipal aprobado por real decreto ley de 8 de marzo del año 1924 establecía de forma enfática que el municipio es una entidad natural y ello se ha venido creyendo así, sin que nadie se atreviera a contradecirlo, desde que Calvo Sotelo y Primo de Rivera lo dejaran establecido en el texto legal al que me he referido. Más aún, abundando en dicha aseveración, que más adelante discutiremos, la exposición de motivos del referido decreto ley era tan taxativa que no permitía duda alguna de que la asociación municipal era un asunto, más que de derecho natural, casi de derecho divino, como si hubiera sido instituida por el mismísimo Dios.

Decía así: «El Municipio, en efecto, no es hijo del legislador, es un hecho social de convivencia, anterior al Estado, y anterior también, y además superior, a la ley. Esta ha de limitarse, por tanto, a reconocerlo y ampararlo en función adjetiva [...] Por todo ello el nuevo Estatuto admite la personalidad municipal allí donde la Naturaleza la engendra, sin establecer requisitos de nuevo artificio que nunca han tenido posible cumplimiento».

Esta manifestación tan solemne, y a la vez tan falsa, ha venido a regir durante mucho tiempo toda idea común y, lo que es peor, toda reflexión legal sobre el hecho municipal, condenando a la población en muchas regiones a la atomización de los ayuntamientos. Esta absurda atomización conlleva la ineficiencia de los mismos en la prestación de servicios públicos de calidad.

Lo natural es el asentamiento de la población pero nunca una fórmula organizativa de la misma. Esta fórmula es siempre contingente y no más natural que otro hecho social cualquiera. Surge de las vicisitudes de la historia y, por tanto, de las conveniencias, de las negociaciones y de la ley positiva, no de un hecho superior ni providencial. Sin embargo esta falsa idea de la naturaleza anterior y superior a la ley del municipio, continuó vigente durante la II República y se vio todavía más potenciada durante el régimen de Franco, cuyos teóricos predicaban de forma sacratísima la naturalidad de la familia, del sindicato y del municipio, mezclando conceptos morales, políticos y asociativos que se diferencian perfectamente unos de otros.

Esta especie de continua homilía oficial al respecto, no significó otra cosa que el mantenimiento de una situación absurda (más de 8.000 ayuntamientos en España), y que sirvió, y aún sirve en el día de hoy, para exacerbar el localismo y el aislamiento, creando una inveterada mala costumbre que podríamos tildar de nacionalismo municipal, poniendo en estúpida rivalidad vecinal a los pequeños ayuntamientos con sus limítrofes.

Sin embargo, la concepción natural del municipio no es una calificación inocente, pese a haber sido asumida por regímenes políticos muy diversos. No lo es en absoluto; es más bien torcida y llena de malignidad política interesada, lo que proporciona, como es lógico, malas consecuencias. Si aceptamos el hecho de que los municipios son algo natural, cualquier reforma de su estructura se convierte en un atentado al orden preestablecido por la propia naturaleza, de lo que forzosamente se sigue una actitud de respeto casi sagrado a los municipios existentes y a la división territorial que les sirve de soporte.

Esta es la manera segura de frenar cualquier iniciativa lógica de reestructuración municipal, tal como se ha llevado a cabo en otros países que piensan con más pragmatismo y mayor sentido común que el nuestro. Y ello es así porque la magnitud territorial y demográfica son vitales para facilitar el establecimiento de servicios públicos rentables, que proporcionen bienestar y comodidades a la población y que reduzcan los gastos generales de la administración local.

Pero nuestras leyes se mueven, todavía en estos tiempos, dentro del mito de la naturalidad del municipio, y ello sucede así por razones obvias de mantenimiento de una situación de poder y, de hecho, con la llegada de la democracia, aunque levemente, el número de ayuntamientos ha aumentado todavía más, cuando lo lógico hubiera sido todo lo contrario; es decir, su disminución por fusiones, las cuales son deseables por meros criterios de economía, eficacia y racionalidad.

No vamos a citar aquí exhaustivamente las funciones que competen al gobierno municipal, pero sí nos vamos a referir someramente a la Ley de Régimen Local en la que se formulan los servicios mínimos obligatorios que deben de prestar los ayuntamientos y que son los siguientes:

En todos los municipios ha de haber: alumbrado público, cementerio, recogida de residuos, servicios de limpieza viaria, abastecimiento domiciliario de agua potable, alcantarillado, acceso a los núcleos de población, pavimientación de las vías públicas y control de alimentos y bebidas. En los de población mayor de 5.000 habitantes, además de los descritos: parque público, biblioteca pública, mercado y tratamiento de residuos. En los de más de 20.000 habitantes habrá además servicio de protección civil, servicios sociales, bomberos e instalaciones deportivas de uso público. En los de más de 50.000, además, transporte público urbano y protección del medio ambiente.

Bastaría con esta enumeración para comprender la diferencia que existe para cualquier ciudadano entre vivir en un municipio de 1.000 habitantes a otro de 80.000. Pues bien, aún así los de mayor población que no llegan a los 150.000 habitantes, no pueden en multitud de ocasiones prestar los servicios que prescribe la ley y han de pedir su dispensa y su ayuda a las diputaciones y a los gobiernos autonómicos para ir malviviendo con servicios públicos tercermundistas, cuando las antedichas administraciones hacen caso omiso de las peticiones municipales, lo que ocurre con más frecuencia de la que creemos los que vivimos en municipios de cierta entidad.

La conclusión, por lo que a nuestra comarca avilesina concierne, es bien lógica. La fusión de los pequeños municipios en uno mayor es una necesidad de los tiempos y vivir de espaldas a esta necesidad no hace otra cosa que fomentar el gasto, el atraso y la incomodidad. Avilés, Corvera, Castrillón, Gozón e Illas deberían de formar un solo ayuntamiento. Esto significaría muchas ventajas y no una vulneración de la naturaleza. Un peso poblacional mayor que el que independientemente tienen ahora mismo, así como una extensión territorial de mayor importancia, serían las condiciones indispensables para tener mayores y mejores servicios públicos. Por otra parte, ante la Administración autonómica y ante el propio Estado, el hecho de tener una población mayor que la de Oviedo y que se acercase a la de Gijón, nos proporcionaría necesariamente la ventaja de ser escuchados con mayor atención y respeto y de ello se derivaría el poder disponer de mejores infraestructuras y de servicios más eficientes a todos los niveles.

La cuestión me parece tan obvia que insistir en ella es ocioso, aunque por otra parte sabemos que la mezquindad y la cortedad de miras de nuestros políticos frustrarán siempre cualquier intento racional de mejorar nuestra calidad de vida mediante la fusión municipal que proponemos. Se continuará favoreciendo el aldeanismo, invocando la sagrada naturalidad del hecho municipal y seremos excomulgados si queremos desterrar este absurdo prejuicio.

Al fin y al cabo, para los responsables políticos, es preferible tener cinco alcaldes y noventa o cien concejales, secretarios, interventores, un montón de asesores, funcionarios y empleados sin cuenta ni razón y quintuplicar los gastos que proporcionar buenas prestaciones al ciudadano. Lo malo es que a este le salen igual de caros los servicios buenos que los malos y que a los políticos les conviene más tener a su disposición muchos puestos de trabajo que reducir alcaldías, concejalías y funcionariado en beneficio del pueblo. Este, cuanto menos entidad tenga, menos se le oye y, por tanto, menos molesto resulta.