Empiezan a soplar malos vientos para las economías domésticas, la tuya y la mía, pero en especial para aquellos otros que están ahí, los que no tienen nada: ni trabajo, ni retiro a la vista, ni una modesta pensión, los que han perdido a la mujer y a los hijos que tuvieron un día y a los que ahora ya no les queda nada, ni para comer ni para cenar, ni siquiera un desvencijado catre en el que tumbarse para dormir. Son los que despiertan ante la dura y cruel aventura de cada día, otro largo pedazo de una vana existencia en la que el abandono por parte de todos es lo que les acompaña al despertar cada mañana.

Me parece que hay una cosa bastante clara: quienes no nos hemos encontrado nunca en una situación de extrema pobreza y sin familia al lado, sin amigos, casi hasta sin pasado, no sabemos, no podemos saber qué se siente en esa situación, cuando no se ve ninguna salida, ninguna luz -aunque sea pequeña y lejana- que nos proporcione una remota esperanza. Esa persona que está tumbada en cualquier oscuro rincón de la calle, ajena al mundo que la rodea, que ni siquiera estira una mano temblorosa para pedir limosna, ya no tiene ninguna esperanza y sólo respira y duerme en un mundo tenebroso de pesadilla. Yo mantengo desde hace tiempo una anotación de un escritor español contemporáneo, José Jiménez Lozano, quien decía que con tanto coche como hay por ahí, con tantos artilugios modernos como tenemos en nuestras casas -frigorífico, radio, televisión, teléfono, lavadora- «cómo quiere usted, señor juez, que podamos entender a los pobres? Los pobres son seres de otro planeta, Dios sabrá de cuál». Efectivamente, para muchos de nosotros resulta imposible entender a esas personas que englobamos bajo la triste palabra de «pobres», pero la realidad es la que es y los pobres están ahí, en su humilde rincón, fuera ya y alejados de nuestro propio mundo.

Cuando hablo de pobres, me refiero a esas personas que pasan hambre, a las que tienen frío porque sus ropas ya no aguantan más remiendos, a las que ya han perdido toda esperanza, a las que ya no tienen ni padre ni madre, ni hermanos, ni amigos, sin vínculo ninguno ya con esta tierra; o sea, los pobres de verdad, esas personas que vemos a diario, y que son como extraños y extranjeros en su propia patria.

Dado que los americanos son tan listos ya tienen una mujer, una tal Esther Dulfo, que ha escrito un libro, «Repensar la pobreza», en el que, entre otras muchas recetas, se nos asegura que «lo que necesitan los pobres no es cereal barato, sino alimentos enriquecidos», y se añade que a los pobres les falta «información» y que, además, tienen «el pensamiento débil». Pues claro, señora, si no pueden comer como Dios manda, ¿cómo no van a tener el pensamiento débil? Y ¿qué digo el pensamiento? Todo el organismo de los pobres estará débil: las piernas, los brazos, las manos y, claro, la cabeza, que es lo peor.

Decididamente, contemplando a los pobres, no me queda más remedio que dar la razón a Woody Allen cuando decía que el dinero no proporciona la felicidad, pero que cuando lo tienes -aunque no sea mucho-, te invade una sensación tan parecida a la felicidad que tendría que venir un gran especialista para decirnos cuál es la diferencia.

Y una última cosa: los pobres, los mendigos, ¿pueden ponerse malos, pueden enfermar? Yo no lo tengo claro, porque a ver lo que hace un mendigo si se pone enfermo. Es evidente que se pueden morir, que aquí no va a quedar nadie, pero la cuestión es qué pasa si un mendigo solitario enferma de gravedad, ¿adónde se lo llevan? porque en la calle, a la intemperie, no puede quedar, que eso sería, para los demás mortales que quedamos aquí, algo parecido a cometer un asesinato.