A un día de la huelga general convocada por los sindicatos, parece necesario hacer algunas reflexiones sobre su convocatoria y sobre su trascendencia.

Lo primero que se nos ocurre es hacernos tres preguntas fundamentales:

Primera: ¿A quién beneficia? Segunda: ¿Qué se va a conseguir con ella? Y tercera: ¿A quién perjudica?

Las contestaciones me parecen obvias. En cuanto a la primera pregunta, está clarísimo que no beneficia absolutamente a nadie en la sociedad civil, ni siquiera a la oposición política.

La segunda cuestión me parece igualmente meridiana: las entidades sindicales no van a conseguir absolutamente nada de nada, sino sembrar, como en otras ocasiones, la confusión y el miedo, sobre todo en las pequeñas empresas, con los llamados piquetes informativos, en tanto que el Gobierno no dará marcha atrás en su proyecto de reforma laboral, sino que con su cómoda mayoría en el Parlamento seguirá adelante con su criterio, como han hecho siempre los partidos gobernantes, sea cual sea su color político (recuérdese la huelga general de hace dos años).

La tercera pregunta tiene la respuesta más clara de todas: perjudica a todo el mundo: trabajadores, que dejarán de cobrar el día; empresarios forzados a suspender su producción; profesionales cerrando sus despachos y cancelando sus citas; clases medias y jubilados que no podrán acudir a hacer sus compras habituales o al médico si están en tratamiento, porque los llamados servicios mínimos, que, como su nombre indica son escasos, dificultarán el normal desenvolvimiento de las necesidades básicas. Trastoca completamente la paz social y crea un malestar interno y una mala imagen de España en el exterior, con los consiguientes perjuicios económicos para nuestra deuda, para nuestra solvencia y para nuestro turismo. Y todo ello para que, al día siguiente, sigan las cosas exactamente igual que están ahora.

Y lo peor de todo es que se demoniza al empresario, se da de él una imagen de explotador sin conciencia haciendo creer a la gente que es un monstruo que goza lo indecible despidiendo a sus trabajadores, lo que, encima, con la reforma laboral, le va a salir más barato y así disfrutará el doble.

Y no deja de haber gente que crea estas necedades, cuando en realidad lo que quiere el empresario es emplear a cuanta más gente mejor, pues ello es síntoma de que le van bien los asuntos y, que a nadie le quepa la menor duda, es tan traumático para el empleado el despido, como para el empleador tener que despedir a su gente, aunque naturalmente en distinta medida, pero que si al empresario le sobran empleados los despedirá necesariamente, cueste lo que cueste, o quebrará su empresa.

Finalmente, decir que sin empresa no hay ni trabajo ni bienestar ni prosperidad, porque no es el Estado quien crea la riqueza, sino las fuerzas productivas de la sociedad, que son las empresas. Si se las ataca se produce el caos. Esto es de sentido común y ya se ha visto lo que pasó en los países en los que el Estado era el único patrono: se fueron todos al desastre y, además, con las huelgas prohibidas, sin que nadie pudiera rechistar.