La retrospectiva de Soledad Córdoba (Avilés, 1977) que abarca más de una década (2001-2012) nos permite experimentar un viaje hacia la incertidumbre con el proceso convertido en un elemento esencial, un «viaje por las emociones, las sensaciones del cuerpo y del alma, por los lugares que habitamos y nos dirigimos» como afirma la propia artista. Pero estas imágenes nos acercan, también, a un yo contemporáneo en el que el rostro y el cuerpo redefinen la experiencia de la autorrepresentación, dramatizada mediante los conceptos de escenario y el espejo, en este caso representado por la cámara fotográfica. Una dramaturgia que permite distanciarse y encontrar al otro, al extraño que llevamos dentro, construyendo narrativas que transcienden al individuo para implicarse en lo comunitario.

En la modernidad, la fotografía y el vídeo contribuyeron a la consolidación del autorretrato y desde Orlan a Cindy Sherman, pasando por Lindsay Seers y Marina Abramovic, la mirada al interior ha sido una constante para numerosos artistas. Si bien el individuo ya no se entiende aislado sino formando parte de una experiencia dependiente de lo social. En este sentido Ángel Antonio Rodríguez refiere, en el texto del catálogo, que Soledad Córdoba «nos habla una y otra vez del cuerpo fragmentado, en una apuesta casi terapéutica que se caracteriza por plantear exploraciones continuas, visiones retroactivas, que fluyen de lo más hondo para excitar la colectividad».

En las diferentes series que presenta en esta exposición hay determinados elementos comunes: la falta de expresividad del rostro, la secuencia y la seriación como métodos narrativos, el carácter inquietante de la mayoría de las fotografías, la vivencia de otras realidades que se esconden en lo cotidiano y una estética de la inquietud. En sus trabajos «Lacrima y Del Cuerpo» encontramos muchas de esta notas compartidas. Aquellas primeras obras nos hablan del dolor que salía del interior de un cuerpo transmutado por las secreciones que lo invaden como respuesta a las agresiones externas. Mientras que la serie «Ingrávida» surge del enfrentamiento con un mundo inestable y rastrea los desequilibrios que perturban la identidad en su búsqueda del descanso, de la ingravidez.

En «Un lugar secreto» la artista tantea los límites entre la realidad y la irrealidad, entre el sueño y la vigilia, convirtiendo el cuerpo en observador de territorios imaginarios y permitiendo que aflore un clímax onírico que, por otra parte, siempre estuvo presente en su narrativa. «En el silencio» el cuerpo pierde protagonismo para entablar un dialogo con la naturaleza, con un paisaje perturbador, acechante que contrasta con la quietud de la artista, una actitud que mantiene imperturbable aún cuando las hormigas invaden su rostro, las mariposas se sitúan, misteriosamente, en sus hombros o los pájaros la acorralan en la esquina de una habitación. Y aunque perviva el autorretrato como género estas imágenes nos conducen por otros derroteros que la reproducción fidedigna, trasladándonos a los paisajes del desasosiego y la intranquilidad.

En esta muestra recorremos once años de una creación marcada por la coherencia en los planteamientos, la poética en la dicción y lo emocional en la expresión. Como resultado no encontramos ante un trabajo riguroso, una obra original de una gran densidad conceptual y de una indiscutible calidad.