Es donde vivimos, sin percatarnos de tan pulido privilegio. Aquí si que cabe decir que todos somos Alicia, hasta el momento en que, realmente, nos convirtamos en una Alicia atontada que encuentre lógico aquél mundo, ciertamente sugestivo. El papel de reina descapitular lo puede representar cualquier alto jerarca, es la expresión de la impotencia engañosa, la colérica que exige que se corten cabezas y no cae ni una sola. Aquello ocurría en las entrañas de la tierra, pero lo que sucede en la superficie de esta rabona península ibérica, pulveriza todos los disparates. A lo largo de muchos años bastante gente, digamos la mitad, porcentaje más o menos de los ciudadanos, han vivido oprimidos por la prepotencia alternativa de la otra facción. Los defectos y taras del poder absoluto quedaban de manifiesto y el diagnóstico de los males exorcizado con el triunfo de la oposición de plantilla. Pero cuando llegan a instalarse ante la consola del poder adquirido, les entra a unos y a otros una parálisis incomprensible, una pérdida de memoria galopante que hace que se pierdan en la nada los mejores propósitos.

El diagnóstico de los males de España está al alcance de cualquiera. Lo saben populares y socialistas y lo intuye el grupito residual comunista, que sobrevive a expensas de sus colegas de la izquierda, en una coyunda que antes jamás se había producido. Poca historia es necesario saber para percibir la honda sima que siempre separó a los comunistas ortodoxos del socialismo, una ración desnaturalizada de lo mismo. Pero alguien inventó el salvador recurso de la casa común de la izquierda y, ciertamente, pareció siempre un patio de vecindad mal avenido. Falla estrepitosamente la última memoria histórica y con la fijación de saltear tumbas y cunetas se olvida que la derrota de la llamada España republicana se fraguó en las calles de Madrid, cuando los soviéticos -con mayor visión histórica y una gélida crueldad- preconizaban la prolongación agónica de la pelea, sin importarles las víctimas diarias, con tal de enlazar con la previsible e inevitable guerra mundial, donde esperaban los refuerzos y la caída de un enemigo a con el que no podían.

Fue así en todas partes, coincidiendo con el proverbio español sobre la cuña de la misma madera. Cohesionado, por casi única vez, Occidente, llegamos con esfuerzo a la ceremonia que derribó en Muro de Berlín y con aquel acto representativo, se vino abajo la tramoya oriental que respaldaba la fuerza moscovita, en alianza con el frío, que siempre fue considerado un meteoro de izquierdas.

Como en tantas ocasiones, llegamos tarde a la modernidad y ahí tenemos, como una molesta excrecencia, esa joroba sindical, que carece de justificación al atrincherarse en fórmulas rebasadas. Cuando llega al poder cualquiera de las dos fuerzas principales lo primero que hacen es olvidarse, a toda prisa, de resolver los problemas permanentes: las leyes electorales, la modernización de las relaciones entre los segmentos sociales, una disposición clara y terminante de la utilización de los recursos y tantas cosas que nítidamente se perciben en la oposición. Nada de nada. Los buenos propósitos se aparcan, se olvidan, las ataduras y compromisos se complican y pasan las legislaturas con esos impedimentos incólumes. En los últimos años, de una manera sinuosa, semiclandestina, se ha procedido al envilecimiento de la clase empresarial por uno de los más acreditados sistemas: el soborno. Y ahí tenemos a un considerable manojo de empresarios trincando millones del Tesoro, o sea de todos nosotros, en un despojo paritario de los bienes naturales.

Es compresible que unos holgazanes perspicaces intenten vivir lo mejor posible gestionando el bienestar de su clase, aunque hagan muy poco por lograrlo, pero la dimisión moral del empresariado participando del festín, les enajena el respeto y la consideración del país. Hablamos de quienes forman parte de esa organización, no del autónomo, el emprendedor o el trabajador que considera su tarea como la cooperación necesaria para que el invento funcione.

La huelga general del otro día tuvo destellos de agonía de un sistema. Los inicuos piquetes, chulánganos de taberna, con el tubo de silicona, el pito, la gasolina y la pancarta, formaron la última mascarada de un carnaval ya amortizado. Se les suma una reptante vanguardia, los llamados «antisistema» que en cualquier parte del mundo estarían fichados por la Policía y vigilados en cualesquiera vísperas de agitación. El patético titiritero Willy Toledo, ha cambiado de señoritos y ahora busca el aplauso de las masas proletarias, algo que ya no existe, pero que intenta conservar de manera ridícula.

Me enfadó, durante un rato, no recibir los periódicos de aquel día, como si me hubieran dejado sin desayuno y pensé que nadie tenía derecho a hacerlo. Comprendo que un piquetero sienta retortijones ante cualquier posibilidad de asomarse a la cultura, pero carece de autoridad para privarme, graciosamente de mi ración matinal de lectura. Después supe que unas docenas de heroicos huelguistas había visitado el quiosco y advertido a su encargado que se lo quemarían si abría.

Esto me llevó a pensar en la lasitud de las fuerzas del orden, que yo creo que están para proteger los derechos del ciudadano y arrearle unos cintarazos a quien se oponga, pero se conoce que las instrucciones que reciben los guardias son las de minimizar su actuación. En uso de mis supuestos derechos exijo que, si me quedo sin periódico y sin poder bajar a desayunar por cierre de la cafetería, pueda regodearme, en el telediario, con las palizas que los antidisturbios propinen a esos zánganos. Es algo de lo que debería sentirme avergonzado pero confieso que me encantan las cargas policiales. Los ciudadanos somos acreedores de ese espectáculo y los que no deseen verlo, que conecten con TVE, sorprendentemente manejada por los adversarios del PP. Creo que en este país, ni siquiera la candidez acrisolada de Alicia resistiría el tufo a podredumbre y miseria que emana. El Candi y el Toxo siguen metidos en huelga.