Ilustrísima señora alcaldesa, excelentísima Corporación de la muy noble y muy leal villa de Avilés, autoridades, xana y xanina, damas, convecinos y visitantes, les voy a contar un cuento.

Érase una vez, hace muchos, muchos años, que había un rey que tenía un castillo que se alzaba sobre un promontorio en las dunas de una playa. Estaba a la boca misma de un ancho brazo de mar que se adentraba casi una legua, entre suaves colinas, al interior de la tierra. Había construido la fortaleza en ese lugar un antepasado suyo, para defenderlo de los normandos del Norte y de los sarracenos del Sur. Es que aquella ría y su playa formaban un puerto natural muy propicio para que los piratas fondearan en él sus naves, desembarcaran y lanzaran correrías contra la antigua capital del reino, que se erigía a sólo cuatro leguas de allí y contaba con muchos y valiosos tesoros sagrados, que eran muy apreciados y venerados, porque se decía que habían sido traídos de la mismísima Jerusalén, de la que habían podido ser salvados tras la invasión agarena.

El castillo era fuerte y poderoso, con gruesos muros y almenas. En su interior contaba con estancias espaciosas y acogedoras y hasta tenía una iglesia que había sido consagrada por tres obispos. Estaba tan bien provisto de todo que en sus talleres se había fabricado, en tiempos de otro antecesor del rey, una hermosísima cruz de madera, recubierta de oro con depuradas filigranas y piedras preciosas, para conmemorar la victoria del primer monarca de aquella dinastía.

Conocíase el castillo con el nombre de Gauzón, tal vez por el gozo que le daba al rey poseer una fortaleza tan firme y a los castellanos que la defendían poder morar en ella, disfrutando de sus salas y patios, de las aguas del pequeño río que desembocaba a la vera de sus muros y de los umbrosos cotos verdes y ricos en caza que se extendían desde la ría de Aboño, por el Este, hasta Anzo, por el Oeste, y desde el monte Longo o Gorfolí, por el Sur, hasta los abruptos acantilados del Cabo Peñas.

En toda esa jurisdicción del castillo había caserías y aldeas, como la que se formó bajo la protección de la fortaleza, extramuros de la misma, que tomó el nombre de Roiriz o Raíces, como el río que la bañaba. Pero no había ciudades ni villas populosas, que el rey sí tenía muchas de ellas más al Sur, en el interior de su reino. Aquel rey, que tantas tierras dominaba que se llamó emperador, pensó que necesitaba tener una marina, para poder comerciar más fácil y provechosamente la riqueza que producían sus vastos territorios con otros lugares de Europa, con la que tanto se relacionaba, como que se casó, sucesivamente y según fue enviudando, con tres nobles francesas y una italiana. El rey bravo pensó que no habría lugar más seguro para fondear las naves y para aprovisionarlas y embarcar o desembarcar sus fletes que aquel puerto natural, tan bien protegido por el castillo de Gauzón, que formaba el remanso de la ría en la que, a tres cuartos de legua tierra adentro, había un llano amable que se conocía como Abillés o Abiliés. Con esta determinación, el rey fundó allí una villa y le otorgó un fuero, con muchas franquicias y privilegios a sus moradores, de tal manera que en ella nadie pudiera ser tratado como vasallo de ningún señor, salvo del rey.

En aquellos tiempos los magnates imponían su caprichosa y egoísta voluntad a los humildes habitantes de la tierra. Así que muchos se acogieron a tan grandes beneficios que el rey otorgó a la villa de Abillés o Abiliés. Vinieron a ella, para emprender aquí una nueva y esperanzada vida, pobladores del Este y del Oeste, gallegos y francos de toda procedencia. En la villa aquellos emigrantes se establecieron y prosperaron en las más variadas profesiones y oficios, consiguiendo con su trabajo e ingenio que se convirtiera en una de las villas más pujantes. Los regidores de la villa aforaban y concedían la vecindad a aquellos que la pedían, con la sola condición de que pagaran unos sueldos por la fiesta de San Martín, en noviembre, cuando la matanza. Tras otorgarles la carta de aforamiento, los nuevos vecinos ofrecían a los representantes del concejo un convite de bollo y vino.

El bollo de aquel entonces no era un dulce de postre, sino un pan de fisga, que es ese cereal que también se conoce como escanda o espelta, de uso muy extendido en aquella época por ser más resistente que el trigo a las plagas, a los climas adversos y a los terrenos poco propicios. Pero este pan no es pobre, que es más nutricio que el trigo, a pesar de su aspecto rústico, y su intenso sabor hace que no se eche mucho de menos el acompañamiento de otras tajadas, si es que no las hay. Con media libra de pan redondo de fisga quedarían bien cumplidos los convidados, ahítos sus estómagos y relamidos del agradable sabor algo dulzón que deja en las papilas.

El vino que se usaba en esos tiempos por la villa venía de Galicia o de El Bierzo en toneles o pipas. Aún no existían sumilleres, de modo que aquel vino no había que descorcharlo, ni decantarlo, ni mirar su color, ni catar su retrogusto a frutas silvestres y otros recuerdos de sabores, ni pensar en maridajes; simple y sencillamente, se bebía, que es lo suyo. Con medio cuartillo de vino por cada comensal estarían bien servidos para acompañar el bollo, aunque seguramente habría quien no hiciera ascos a otro tanto.

El bollo y el vino, alimentos esenciales del pueblo llano, se convirtieron así en símbolos de convivencia, de igualdad y de concordia entre los vecinos de la villa y los que se aforaban en ella, entre quienes vivían allí desde su nacimiento y los que se afincaban en ella para labrarse un futuro prometedor.

La villa que fundó el rey emperador prosperó con todas aquellas gentes venidas de todas partes y, durante mucho tiempo, fue uno de los puertos principales de su reino. Se construían barcos, que salían y arribaban con numerosas mercancías, a granel y al detalle, de las más variadas procedencias. Carreteros las transportaban, y se vendían por tierras del interior, salvando valles y montañas. Intrépidos marinos se adentraban por el mar océano a la pesca, desde grandes cetáceos, industrialmente provechosos por su carne y por su aceite, hasta pequeños bocartes, nutritivos y sabrosos; otros mareaban en busca de nuevas tierras que conquistar, por el Sur y, después, en la lejana y prometedora América. Pintores, músicos, escritores, ingenieros, militares, políticos, eclesiásticos y otros muchos afamados personajes surgieron también de los hijos nativos o adoptivos de aquella villa. Y gentes sencillas y anónimas moldearon calderos y cerámica, doblegaron y forjaron el hierro, cincelaron piedras y levantaron con ellas cercas, casas, palacios e iglesias, que dieron notoriedad a la villa.

No fue todo feliz en la villa de nuestro cuento, que también padeció desastres y calamidades. Las llamas se apoderaron de ella en dos ocasiones y, también por dos veces, la tierra tembló bajo sus cimientos. Sufrió ataques de señores bandoleros que querían arrebatarle las libertades que el rey magno les otorgó, navíos ingleses quisieron conquistar su puerto, tropas francesas la ocuparon por un tiempo y muchos convecinos cayeron heroicamente en su defensa. De vez en cuando, pestes, hambrunas, guerras y epidemias la diezmaron. Muchos se embarcaron en largos y penosos viajes a hacer las Américas o emigraron a otras tierras en busca de la fortuna que aquí a veces se les resistía. Y, con el tiempo, también se fue olvidando la costumbre de confraternizar los vecinos ante una mesa bien provista de bollo y vino.

A pesar de todos los sinsabores que sufrió la villa, no por eso dejaron de acercarse gentes de otros lugares para establecerse en ella. Precisamente, habría de ser uno de esos forasteros el que resucitaría la vieja y olvidada costumbre de hermanarse saboreando el bollo y el vino.

Aquel hombre era médico y había nacido donde Asturias es casi Galicia. Se avecindó en la villa para atender la salud de sus naturales, ejerciendo la medicina con rigor y cercanía al pueblo que lo acogió, como relatan sus coetáneos, integrándose plenamente en la vida política y cultural de la villa. A él se le ocurrió la venturosa idea de que los avilesinos volvieran a degustar el bollo y el vino, como elementos de armonía y convivencia cívica. Con estas palabras recordaría después cómo sucedieron los hechos:

«Apenas contaba yo 15 años, cuando por vez primera presencié en el Campo San Francisco de Oviedo la clásica fiesta del gremio de los alfayates, asociados como cofradía por doña Velasquita Giráldez, allá por el siglo XIII, bajo la protección de Santa María de la O. Un día, lleno de canas y cansado de mi profesión, me vinieron los recuerdos de otros tiempos y, reasumiendo ideas pasadas, me vinieron a la imaginación de niño dos luces: el unir el pasado con el presente, la respetuosa antigüedad con el ridículo modernismo e instituir en Avilés una fiesta del bollo a imitación de la del martes de Pentecostés en Oviedo, repartiendo vino y bollo para olvidar abstinencias, ayunos y vigilias cuaresmales y así entregarse en la Pascua de Resurrección al sabroso cabrito».

Es que en la antigua capital del reino de nuestro cuento se mantenía el hermanamiento de sus vecinos con bollo y vino, que la villa había perdido en el olvido del tiempo. En la vetusta capital, el transcurrir de los siglos sólo había modificado ligeramente la forma de confeccionar el bollo. No era ya media libra de pan de fisga, con un torrezno de añadidura, como se hacía en los tiempos antiguos, sino pan de trigo preñado con un chorizo, que a fin de cuentas poco cambio es comer el pan y el unto en dos bocados o en uno. El medio cuartillo de vino no había sufrido ninguna variación, pues seguía siendo «de pasado el monte», que el vino de la Nava sale de las viñas que crecen y amarillean sus racimos en la recia meseta castellana, más allá de las montañas.

Unir a los hijos nativos de la villa con los de adopción, a través de la recuperación de las sencillas manifestaciones de convivencia del pasado, adaptándolas a los trepidantes inventos del presente, para cimentar un futuro halagüeño y festivo; ésta fue la idea de aquel vecino de adopción. La ocurrencia fue bien recibida y, en el Domingo de Resurrección del año 1893, se celebraron por primera vez las fiestas de El Bollo en la villa. Hubo una misa de cofrades y siguió un modesto desfile con una banda de música, un carro de esquirpia que portaba los bollos y el vino y, cerrando la comitiva, la directiva de la recién fundada Cofradía de El Bollo en coche de caballos.