Nos hacemos viejos, y eso se nota en que comenzamos a perder tiempo buscando las dichosas gafas sin las que no podemos leer el prospecto de las pastillas que nos prescribió el médico para el dolor de espalda, las recetas de cocina o las instrucciones de uso de la nueva televisión.

Nos hacemos viejos y nos cansamos de que la memoria nos juegue malas pasadas, recordándonos, con todo detalle, lo que vivimos. Quizá la felicidad estaría en no tener memoria.

Desde luego, la memoria es altamente selectiva, y aunque a nosotros nos traiga de nuevo lo que dijeron en su momento tales o cuales personajes, a ellos parece que se les olvida con facilidad. Es de suponer que lo mismo ocurrirá en el otro sentido, aunque eso no puedo constatarlo.

Lo que sí está claro es que el recuerdo nos va llegando con más nitidez (o así lo sentimos) según vamos acumulando años. Nos convertimos poco a poco y sin remedio en aquel «abuelo cebolleta» de mis lecturas de infancia.

La vida está hecha de presente, de minutos que caminan sin destino (el futuro es una entelequia, quién sabe adónde nos va a llevar). Sin embargo, un alto porcentaje del ser humano es también pasado. Como el agua nos compone y nos sustenta, más aún cuanto más viejos nos hacemos. Por eso quizá nos alegra reencontrar trastos viejos que nos acompañaron y aún funcionan.

Escuchar un disco de vinilo hoy sólo puede hacer sonreír a quien lo escuchó mucho tiempo antes. Como si no se puede disculpar el zumbido de la aguja sobre los surcos distorsionando el sonido cuando lo comparamos con los limpios discos compactos, por ejemplo.

Y, sin embargo, verlo girar es viajar a otro tiempo, no necesariamente más feliz, pero sí irrecuperable. Igual que aquella niña de 2 años, al borde de la acera, viendo desfilar las carrozas de Pascua, con serpentinas por la calle y la mirada atónita (quizá ya habían pasado aquellos atronadores tambores de la OJE y los cabezudos que la asustaban tanto).

Algunos cabezudos parecen los mismos y hoy a ella le resultan simpáticos, incluso podría darles la mano si se acercasen. Los tambores ahora son alegres y caminan con las gaitas, no con jóvenes vestidos de seudomilitares. Y las serpentinas, ésas apenas han cambiado, aunque han recuperado su color en las fotos.

Hay otra niña de 2 años en la acera, no la conozco de nada, pero espera lo mismo que yo entonces. Ajena también al fotógrafo y al momento, quizás algún día, cuando no encuentre las gafas, intuya que siempre nos estamos haciendo viejos y que, por suerte, el presente sigue avanzando, aunque algunas veces nos pueda la nostalgia. Mis disculpas.