Puestos a economizar y a aprovechar recursos, hay unos cuantos que tenemos cada día al alcance de la vista, pero que a menudo nos pasan desapercibidos: vemos, oímos, pero no miramos, no escuchamos del todo las palabras (tampoco las del suelo, en este caso). Volver conscientes esos componentes del paisaje, escucharlos con el sentimiento que le dieron los lugareños, recrear el sentido de la palabra o expresión construida tiempo atrás, redescubrirlos, como parte del paisaje que pisamos, puede suponer unas cuantas novedades a un tiempo.

Por ejemplo, abrir una ventana a lo que fue la vida diaria de nuestros antepasados más o menos remotos; conectar nuestro barrio, nuestra ciudad, nuestra playa, con otros muchos barrios, otros pueblos, otras costas, otras montañas, en nuestros viajes más allá del recorrido que hacemos a diario; establecer los límites entre progresar y destruir, a la hora de seguir usando el suelo que disfrutamos. Muchos recursos pueden aflorar en las palabras más trilladas, a poco que intentemos utilizarlos. El suelo tiene su lenguaje cargado de sentidos.

Éstas y otras ideas se me iban ocurriendo mientras escuchaba la lectura del interesante trabajo de investigación, presentado por Cristian Longo como tesis doctoral: los nombres del mar, la talasonimia, la serie de palabras que salpican los pueblos costeros, en torno a la línea de pesca frente a los acantilados y arrecifes del Cantábrico, y hasta algunas millas mar adentro, donde se arriesgaron siempre los pescadores en busca de zonas seguras de los diversos peces.

En este caso, el estudio de los topónimos costeros en los conceyos de Gozón y Carreño especialmente. Bajo el título del trabajo, «Etnotoponimia de las tierras situadas entre las rías d'Avilés y d'Aboño» (505 páginas), laten también otros detalles en la perspectiva del autor: el comienzo por la lectura de lo que tenemos al lado, sin ir más lejos. Por estas razones, creo que se trata de una tesis en parte novedosa, dadas las escasas publicaciones sobre el tema en cualquier toponimia, lo mismo desde el enfoque etnolingüístico que talasonímico. En la región gallega es pionero Xosé Lois Vilar, que acaba de publicar un libro, «Talasonimia da costa sur de Galicia», que amplía su anterior estudio, «Toponimia marítima e fluvial dende o Miño a Panxón», publicado en Ardentía, n.º 3.

En la región asturiana disponemos ahora de avances importantes en este campo, que se suman a otras tesis y trabajos de toponimia ya publicados. El mar, la costa, los arrecifes estaban menos estudiados en su mayoría, en parte por los riesgos y trabajos doblados que supone el desplazamiento marítimo en la pequeña barca o barco, capaz de sortear el imprevisto arrecife.

Ciertamente, la toponimia del mar añade sus limitaciones y riesgos. Tierra adentro, ya resulta difícil (y cada día más) encontrar lugareños que entrevistar en sus fincas, en las brañas, en sus montañas. Es decir, ya no es tan fácil dar con informantes sobre el terreno, escuchar en directo las palabras del lugar. Mar adentro, las dificultades se multiplican: encontrar al pescador en ejercicio, que conozca con precisión los nombres que pusieron sus abuelos a cada banco de pesca segura; a cada lugar peligroso de paso; a la peña que concentra percebes, pulpos o centollos. Mucho más difícil ya encontrar, sin cita previa, pescadores sobre el mar abierto. Algo más fácil resulta encontrarlos en tierra firme, de momento.

Por eso, el valor del trabajo de Cristian Longo se duplica: de un lado, ese campo talasonímico (del griego, thálassa, «mar»), abierto en la toponimia asturiana, al lado otros derivados de la misma raíz (talasoterapia, «curación por el mar», baños de mar); del otro lado, la perspectiva etnolingüística (del griego étnos, «pueblo»): la relación de las palabras con los pobladores que las usaron en su momento concreto, en nuestro caso, desde los preindoeuropeos al dos mil.

El autor va explicando en la tesis el resultado de las numerosas conversaciones mantenidas con pescadores de la costa en torno a Gozón y a Carreño. Por los pescadores fue descubriendo el sentido de los topónimos a través del léxico, que ellos siguen usando todavía en la mayoría de la comunicación usual: La Centollera, El Bigaral, Les Farraguetes, Puerto Llampero, La Piedra Llangostera, La Ostrera, Les Perceberes, Xorrero... Esos nombres traducen a palabras las preocupaciones de pescadores y marineros en sus idas y venidas a tierra; o las preocupaciones de las familias que miraban el horizonte temerosas, cuando, en días de temporal, padres, hijos, güelos, tardaban ya en regresar a casa. Con estas perspectivas se fue desarrollando ese gran diccionario marítimo, en una parte ahora traducido a las páginas escritas por Cristian Longo.

En la misma perspectiva etnolingüística vienen investigando otros autores europeos desde hace décadas: Fritz Krüger, Edward Roberts, Gerhard Rolhfs, Joseph M.ª Albaigès, Moreu Rey, Albert Dauzat, Charles Rostaigne, Éric Vial Bárbara Pastor, Joseph Piel, Francisco Villar, Rivas Quintas, Fernando Cabeza Quiles, Joaquín Caridad? Ya más desde una perspectiva puramente lingüística, la mayoría: Louis Deroy, Lourdes Albertos, Antoni Griera, Battista Pellegrini, Auguste Vincent, Roberto Faure, Frago García, P. Celdrán, Javier García Martínez, José Ramón Morala, Julia Miranda, Moralejo Laso, Xesús Ferro Ruibal, Martín Sevilla, Arias, F. Álvarez-Balbuena, Xulio Viejo, Ramón d'Andrés.... Un largo etcétera, aunque ya más bien con criterios puramente etimológicos, fonéticos...

Muchos ejemplos de los diversos campos fue explicando el autor: Los Coríos, La Topinera, en relación con las preocupaciones de los marineros. O La Cabaña, que no se refiere aquí (junto a las mismas olas del mar) al uso que le da el pastor de vacas (etnoganadería), sino a una pequeña construcción bajo el mismo acantilado, donde los pescadores se resguardaban cuando los sorprendía una tormenta camino del mar (etnopesca). Como El Campo les Sardineres: pequeño rellano en una pendiente, donde las vendedoras de sardinas descansaban con sus cestas de pescado en la cabeza (etnoeconomía).

El autor siguió poniendo ejemplos también de cómo va cambiando la perspectiva de los pobladores de un paisaje al crear topónimos, de modo que hoy mismo se siguen creando otros que los sustituyen, cuando los anteriores perdieron la significación por el cambio de mentalidades y costumbres. Es el caso del Castro, hoy llamado La Tortuga, por la silueta de la roca que semeja el animal (etnometáfora); a los nativos, en cambio, no les gusta el término puesto por extraños de paso, por turistas en el verano (dicen que siempre fue El Castro), pero La Tortuga se va generalizando también.

Muchas otras relaciones léxicas y toponímicas va haciendo Cristian Longo a lo largo de la tesis para explicar el significado de los nombres en torno al mar, algunos incluso, como se acaba de señalar, procedentes de la interacción de vaqueiros de alzada y pescadores durante la estancia invernal en las brañas de las costas. En algunos casos, aplicando a los talasónimos el mismo género dimensional, ya estudiado en la morfología románica por autores como Meyer Lubke, Von Warrtburg, Albert Dauzat, V. Kopyl.... O por Albert Dauzat (1952). «Le genre indice de grandeur». F. M., t. XX (p. 248). Von Wartburg (1921). «Substantifs feminins avec valeur augmentative». BDC, t. IX (p. 54). Un aspecto más de la toponimia comprobado ahora hasta entre las mismas riberas y olas del mar. El trabajo reciente de Marta Pérez Toral explicaba el enfrentamiento de ambos morfemas con ocasión de «La toponimia del Cares» (obra de Guillermo Mañana).

Como se dijo al principio, puestos a economizar y a aprovechar recursos, hay unos cuantos que tenemos cada día al alcance de la vista, y tal vez serían muy útiles a distintos niveles (enseñanza, administraciones, constructores), si fuéramos capaces de entender que la historia de cualquier poblamiento está tallada en los nombres que pisamos o escuchamos a diario. Y no sólo la historia, sino las plantas, los elementos minerales, la tecnología, la geografía, la artesanía, la arquitectura, la religión, el mito, las leyendas, la creación literaria? Toda la vida de los sucesivos poblamientos de un territorio utilizado está escrita en los topónimos desde los preindoeuropeos (por lo menos) hasta estos mismos días, en que se siguen poniendo nombres como L'Apeaderu, La Estación, El Campo Fúbol, El Merenderu, La Calle los Vinos, La Calle'l Viciu, El Paseo'l Colesterol?

El estudio toponímico de un paraje supone toda una reflexión social sobre el medio que pisamos, en la que hay otras muchas partes implicadas: administraciones, Ayuntamiento, turismo, colegios, asociaciones locales, constructores, industriales, políticos... Habría que leer también el suelo, antes de destruir en unas horas lo que nuestros antepasados pudieron construir en muchos siglos (ecotoponimia). Tampoco parece muy sostenible expoliar otros territorios más vírgenes a miles de kilómetros, despreciando los que tenemos al alcance de la mano, del trabajo diario y del bolsillo.

Siempre se vivió, en principio, del entorno más inmediato, y el día que no se haga, es que algo no funciona en el sistema habitable: alguien tendrá que pagar las costas, aunque esté a muchas millas, y no veamos nosotros el desastre. No habrá predación, sino depredación: abuso y deterioro sobre unos cuantos indígenas. Sólo habría que pensar en la deforestación imparable del Amazonas, mientras grandes fayas, castaños, robles, se pudren en nuestros bosques, o son pasto del fuego más inútil, porque los hemos dejado al pasto de las zarzas.

En fin, con los nombres del mar al alcance de las aulas, podrán los escolares (del interior y de la costa) entender desde bien pequeños o medianos que no todos los pulpos ni los percebes vienen del gran centro comercial; incluso que no eran sólo plato típico de los gallegos, en unos tiempos con mayores atenciones y respetos por las aguas del mar. Y, de paso, podrán discutir en grupo por qué en las rocas de las costas, cuando van a bañarse, encuentran cantidad de mejillones apelotonados, pero les dicen sus padres que ni se les ocurra cogerlos para comer... Podrán llegar a concluir siquiera que el mar también ya es otro con el efecto milenium. Y que necesitaría más atenciones y remedios. En el comienzo de casi todo está la palabra, lo mismo mar adentro que en tierra firme: los talasónimos tienen también algo que decir.