Total que Papá nos llamó a todos y dijo: «Bien, es hora de decidir la composición de la mesa». Era un gran debate. Mi hermano hizo una proposición para que Mamá se sentase a la derecha, junto a la nevera, pero mi cuñada firmó un pacto urgente aprovechando que iba al baño con mi prima y se planteó una nueva mayoría que reclamaba para sí la esquina de la ventana para cuchichear a gusto. Mi padre ejerció el derecho a veto, pero mi tía segunda aseguró que aquello era antidemocrático y exigió debatir antes la idoneidad de una norma jurídica claramente en desuso. Acudimos al Tribunal Constitucional, que dos meses después falló a favor de mi padre, remontándose al derecho romano. Así las cosas, aún no habíamos empezado a cenar cuando, de pronto, mis primos cuartos dijeron que tenían un preacuerdo de gobierno y desbancaron a mis padres, que terminaron exiliados en la despensa. «Ya querréis negociar el postre, ya», les avisé. Al año seguíamos sin comer, pero ¡qué fieras de la alta política somos en casa!