La semana pasada fue la gran fiesta del libro en todos los centros educativos. Lo vivimos así, como una gran celebración, con exposiciones, lecturas, visitas de escritores, mercadillos, actividades multidisciplinares. En el instituto en el que trabajo quisimos mostrar a nuestro alumnado que los profesores crecimos literal y metafóricamente con la lectura. Preparamos una pequeña exposición cómplice, con fotos del profesorado siendo aún niños acompañadas de un breve texto, una pequeña referencia a aquellos libros que nos hicieron soñar, aprender y disfrutar en la niñez.

De entre todos los títulos referidos destacamos las historias de aventuras, como «La isla del tesoro», de R. L. Stevenson, o las fascinantes novelas de Julio Verne, relatos que nos hicieron viajar en el tiempo, buscar tesoros, surcar los mares y resolver misterios. También los cómics de Asterix y Obelix ocuparon un lugar destacado en nuestra exposición, las colecciones del Barco de Vapor y, sobre todo, las numerosas sagas juveniles como las protagonizadas por Nan y Bert, Freddie y Flossie, Los Gemelos que vivían en la americana población de Lakeport; la danesa Puck, escrita por Lisbeth Werner (pseudónimo de sus verdaderos autores, Carlo Andersen y Knud Meister) o la también americana y numerosa familia Hollister.

Pero si hay una pluma que enganchó a varias generaciones, esa fue la británica Enid Blyton, autora de más de 600 títulos en colecciones como «Los Cinco», «Los siete secretos» o «Torres de Mallory», una autora cuya memoria se vio envuelta hace unos años en polémica ante las críticas que la acusaban de presentar ideas racistas y machistas en sus libros. Nosotros, los niños lectores de aquellas décadas, permanecimos ajenos a esas acusaciones. Para nosotros era un mundo un tanto ajeno, formado por institutrices, meriendas con galletas de jengibre, tartaletas de mermelada y pasteles de carne, internados femeninos, aventuras en los cerros de la isla de Kirrin, amistad, naturaleza, secretos y misterios por resolver.

Los profesores han sido, en gran medida, los responsables de nuestra vida lectora. Yo recuerdo especialmente a un profesor, entre todos los que he conocido, que disfrutaba tanto leyendo para nosotros que era imposible no contagiarse de aquel entusiasmo. Por eso ahora, que he sabido que acaba de jubilarse, recuerdo más nítidamente a Alfredo, don Alfredo, el director de mi colegio, leyéndonos en voz alta, entre risas, aquellas divertidas aventuras de «El pequeño Nicolás», narradas por René Goscinny e ilustradas por Sempé, los «Cuentos por teléfono» que aquel padre viajero contaba a su hija cada noche gracias a la pluma de Gianni Rodari o la vida en los árboles de aquel Barón rampante de Ítalo Calvino. Él es responsable, como muchos otros, de mi afición a la lectura.

Los profesores nos enfrentamos cada día a grandes triunfos (alumnos que piden una recomendación, que disfrutan con lo que les proponemos leer, que agradecen nuestras sugerencias) y también a fracasos (alumnos reacios a abrir un libro y dejarse llevar por las historias que narran sus páginas). Sí, los profesores debemos fomentar y enriquecer la vida lectora de nuestros alumnos, pero el peso de la lectura está en las familias. Somos los padres los primeros que debemos dar ejemplo. Nuestros hijos no leerán si nosotros no leemos.