La novela «De ratones y hombres» (John Steinbeck, premio Nobel de Literatura en 1962) retrata una realidad no tan alejada de la que acontece, incluso con idénticos protagonistas. Publicada en 1937, esta obra, como ustedes sabrán, cuenta la trágica historia de dos currantes que tratan de alcanzar el sueño americano, desafortunadamente en la peor época para lograrlo, la Gran Depresión. La acertada descripción de una sociedad desintegrada, carente de valores que no puedan comprarse, nos ofrece de paso interesantes reflexiones acerca de las relaciones entre especies biológicamente diferentes, pero cuyas conductas se rigen por las mismas pautas, demostrando que algunos humanos comparten algo más que unas hileras de genes con estos roedores: comparten la misma forma de ver la vida, e incluso el mismo destino. Tras largas deliberaciones con mi departamento de control de calidad, he pensado que esta obra sería un prólogo muy apropiado para introducirles en la figura de un capitán que se ha hecho famoso por su exquisito talento para estacionar su barco... de lado.

Pecando de magnánimo con nuestro personaje, no he mencionado que ese capitán ha hundido el barco. Ciertamente no lo ha echado a pique?, digamos que sólo lo ha dejado de lado, sobre la oreja derecha desde la perspectiva del observador de costa. Acometer esa compleja operación en plena noche, con el puente de mando en plan «chill out», una copa de Moët en la mano y bailando el «seu te pego» con una amiga está al alcance de muy pocos. Supongo que en otro escenario pasaría a la historia náutica como la «maniobra Schettino», pero el azar ha querido que sea recordado por sus habilidades no como piloto naval, sino como escapista.

En efecto, su precipitada huida en medio del desastre confirma una teoría que se ha hecho axioma: las ratas son siempre las primeras en abandonar el barco. Huir como una rata para ser recordado el resto de sus días como una de ellas. Profundo dilema para alguien con un gramo de conciencia. Preguntarnos ahora qué pudo llevar a quien era responsable de tantas vidas a ser el primero en huir de la tragedia no devolverá la esperanza a quienes sufren por el desastre. ¡Qué oportunidad perdida! Hundirse con el barco -o al menos, ladearse con él- sería lo deseable en un capitán a la antigua usanza.

Tras soportar estoicamente el chorreo del responsable del puerto, que hubiera desencajado al mismísimo santo Job, tras postularse como objetivo prioritario de la ira mediática, que poco menos que lo ha convertido en la causa de la quiebra griega, nos ha quedado claro que Schettino tampoco despierta simpatías entre la judicatura. Sólo así se explica que el juez que entiende del caso haya acordado el arresto domiciliario como medida cautelar. Como suelen decir los «políticamente correctos», en estos casos: respeto la medida, pero no la comparto? ¡Venga ya, señoría! ¿Acaso no caído en la cuenta? Arrestarle en casa? poco más o menos eso es una invitación al suicidio. El sujeto debe de estar sometido a una presión anímica de varias atmósferas, y a buen seguro tratará de poner fin a sus días ingiriendo a trocitos el plan de prevención de riesgos del barco siniestrado o, aún de forma más violenta, utilizando a modo de soga el micrófono con el que deleitaba a los pasajeros en sus galas de a bordo, evitándose un calvario. Decididamente, creo que todo obedece a un plan sibilino para devolver la honra al presunto capitán, ofreciéndole una salida digna en la bañera de su casa, donde ya no pueda hacer más daño, hundiéndose lentamente con su barco pirata de Playmobil? muy lejos de un puente de mando de los de verdad.