Un tal Mohamed Merah ha asesinado en unos pocos días a siete personas a sangre fría en la Tolosa de Francia. Ha tenido en vilo a la «Republique» y ha sido noticia permanente, hasta que la Policía le descerrajó el cerebro. Entre tanto y después, miles de tertulianos y otros conspicuos sujetos nos han ofrecido las más variadas versiones de la personalidad de ese prójimo y de las razones de su actividad criminal. Con perdón de las víctimas, lo más preocupante del asunto son estas presuntas justificaciones de los asesinatos.

En casos como éste siempre se rebusca en el pasado del individuo para encontrar la causa de su conducta antisocial; que si su familia era desestructurada, que si es de origen humilde, que si no le admitieron en el ejército, que si patatín, que si patatán. En otras ocasiones, e incluso a la vez, se indaga en la estructura de su sesera; que si esquizofrenia, que si paranoia, que si aquél o el otro cable del cerebro tienen no se sabe qué cortacircuitos. No es esto nada nuevo, pues siempre se busca una razón o, a ser posible, más para comprender esos actos que al común de los mortales tanto repugnan. En realidad lo que se pretende es justificar el mal como cosa propia de sujetos excepcionales y ajenos a nosotros, o sea, de monstruos.

Es cierto que existen individuos que, si no fuera políticamente incorrecto, podríamos calificar como defectuosos de fábrica. Pero no son éstos los que cometen los crímenes políticos. No es verdad que, por ejemplo, los nazis, los yihadistas islámicos o los terroristas del IRA o de ETA sean perturbados que amparan sus atrocidades en la política. Si así fuera, habría que concluir que la mayoría de los alemanes, unos cuantos millones de musulmanes, la mitad de los irlandeses y una cuarta parte de los vascos se habían vuelto majaras. Tal hipótesis es totalmente absurda.

Existe también una franciscana tendencia a considerar la miseria y los sinsabores de la vida como caldo de cultivo de la violencia política. Bien sabemos que es totalmente incierto, porque los terroristas de todo tipo suelen ser personas de familia acomodada o de la pequeña burguesía, con trabajo y con estudios no en pocos casos superiores. Como resulta obvio, los miserables tienen bastante con preocuparse de conseguir el pan suyo de cada día.

Lo terrible del caso es que los criminales políticos son personas totalmente normales que, por causa de su ideología, son capaces de cometer las más abyectas aberraciones. Son innumerables los ejemplos. Recordemos cómo en la época hitleriana alemanes de toda condición participaron, activa o pasivamente, en aquella orgía de sangre, como si fuera un trabajo de oficina de ocho horas, mientras el resto del día se comportaban con su familia, con sus vecinos y hasta con el perro de forma cordial e incluso entrañable. De igual modo y más cercano en el tiempo sucedió durante la guerra de la antigua Yugoslavia y en cualquier otro lugar que podría citarse. ¿Acaso no le han tratado a usted bien en el País Vasco, si es que ha ido allí en los años de plomo, incluso en una «herriko taberna»?

A decir de los que conocían a ese Mohamed, también era gentil, educado y simpático, y tenía casa, trabajo y coche. Era una persona normal. Y eso es lo que da miedo. El mal no es patrimonio de seres anormales y monstruosos; duerme en el fondo de todos nosotros. Debemos procurar que no despierte.