Este hombre que posa descansando, como si estuviera en un jardín clásico, lectura a mano y ropa de paisano, no es tal cosa. Es un cura. Feliciano Redondo para más señas. Leonés de nacimiento, con la edad de Cristo recién cumplida y visitante ocasional de Avilés en un mes de julio del año 1936. Por estas fechas hace setenta y seis años.

No le pareció el mejor mes ni el mejor año para ser cura en Avilés. La visita se le hizo larga. Quince meses y tres días. Los mismos que aquí duró la última guerra civil, desde el 18 de julio de 1936 al 21 de octubre de 1937. Los recordó para siempre como «Quince meses inhábiles en Avilés».

Era Feliciano Redondo un profesor del seminario de Valdediós a punto de iniciar sus vacaciones. Automóviles Luarca estaba en huelga y, para tomar el tren hacia León, la mejor combinación que se le presentó fue pasar la noche en Avilés, aceptando la invitación de un amigo. La agitación era máxima. En Oviedo circulaban noticias confusas: que si la Escuadra trae al Tercio, que si todas las guarniciones están complicadas e irán sumándose a la sublevación, que si Aranda toma posiciones. Vientos de guerra. Temió verse atrapado allí en una situación incierta y decidió refugiarse en Avilés esperando acontecimientos.

Pero desde la noche del 17 de julio alpargatas moras ya pisaban las tierras de África, rebeladas contra la Segunda República. A partir de entonces no hubo días para viajar. La guerra civil había comenzado.

Los tiempos eran de enorme confusión. Los gobiernos de la República habían sido hostigados por anarquistas, socialistas, monárquicos y militares. Estos dos últimos grupos, resueltos a aniquilar el sistema, organizados y con abundancia de armas en la mano, desataron el golpe definitivo, respondido con una resistencia, política y popular, convertida en revolución social.

El bando insurrecto tenía la fuerza. Unos 120.000 hombres armados y entrenados. Al otro lado, el gobierno, disponía de los recursos industriales, de las infraestructuras y de mayor población (unos catorce millones de habitantes), pero era una zona fragmentada que no podía conectar los minerales del norte con la industria manufacturera levantina y catalana. Un empate de ideologías y territorios que, olvidadas ya las urnas, sólo con las armas se quería resolver. Todos contra todos dentro de la piel de toro.

La vida, como el país entero, quedó dividida en dos bandos por la trinchera de la sangre. «Rojos» unos, «nacionales» otros. Etiquetas que el tiempo fue poniendo para explicar una inexplicable masacre entre hermanos.

El gobierno asistió a la quiebra absoluta de su poder militar. A primera hora puso armas en manos de milicianos y a veces de grupos incontrolados. Asturias, fiel a la República, había quedado aislada del resto de la zona gubernamental por el triunfo de los sublevados en Galicia y Castilla. Dentro de la propia región dos núcleos seguían la insurrección: Oviedo, defendida por el coronel Aranda, y el cuartel de Simancas de Gijón, que sólo prolongó un mes su resistencia.

La situación de Avilés a primera hora fue tranquila. Las fuerzas regulares de la villa (además de carabineros y policía municipal) eran escasas, habían mermado por la disolución de un escuadrón de caballería acantonado tras la revolución de octubre de 1934. En la mar, la inexistente flota gubernamental del Cantábrico (sólo un torpedero) estaba representada por buques de circunstancias, sobre todo lanchas guardapesca, que, como mucho, podrían garantizar algún suministro. En realidad, la única flota avilesina la componían los pescadores que, cuando pudieron, siguieron faenando durante la contienda.

Los primeros días fueron el momento de los mayores desórdenes. De las milicias armadas, con más entusiasmo que disciplina. Allí pescaron los oportunistas. Pandillas de delincuentes que se aprovecharon de la situación para sacar tajada. La alcaldía de Avilés denunció los sucesos ante Comité Local del Frente Popular cuando se llevaba casi un mes en esa situación de, en sus propias palabras, «reiteración de los hechos vandálicos y de vergonzosos latrocinios» cometidos por «algunos elementos que sin justificar representación de los Comités responsables ni de autoridad alguna realizan registros domiciliarios en determinadas casas para apropiarse de objetos de valor». Tiempos de rencor y venganzas.

Representantes del viejo orden, derechistas, monárquicos, algunos periodistas o sacerdotes fueron blanco de estos incontrolados. Feliciano Redondo, dentro de uno de los grupos de riesgo, se vio atrapado en Avilés, preso del miedo. Vivió escondido con una familia amiga en una vivienda del número 35 de la calle Rui Pérez. Un refugio próximo a las casas de la plaza, las de los Hermanos Orbón, incendiadas en 1934, que reconstruidas, acogieron en sus bajos la «Farmacia Única». Le acompañaban, al principio, otros cinco refugiados más. Desde allí vieron como se desperezaba la guerra cuando el coronel Aranda lanzaba por la radio su bando asumiendo el mando en toda la provincia. Poco más iban a escuchar. Las radios fueron incautadas en los primeros días de la contienda. La única emisión se oía por el altavoz del ayuntamiento.

A partir de entonces fueron topos. Buscaron noticias con sordina, intentando comprobar informaciones de segunda o tercera mano. Las arengas sañudas de Queipo de Llano hicieron concebir a sus informantes esperanzas de brevedad para la guerra. Pero todo era propaganda. Entre las noticias ciertas llegó la de la muerte del político y periodista Julián Orbón, el 28 de julio. Alguien dijo: «¡Ahora vienen a por los curas!», y cundió el terror.

Feliciano Redondo veía en una casa de la misma calle, entre visillos, a otro refugiado. Y se pasaban noticias en lenguaje de signos. Siempre el final estaba cerca. Las tropas nacionales, al doblar la esquina, pero el tiempo seguía pasando. Registros por sorpresa y noticias alarmantes los mantenían en tensión mientras, el odio a «los rojos» seguía creciendo. Los imaginaba y los veía como energúmenos; como fieras con forma humana. Hasta desconfiaba de la criada de sus vecinos, Piedad, que le parecía «roja perdida».

Siempre mantenía franca la posibilidad de huida hacia otro piso si las cosas se complicaban, pero, como ya era un topo, se construyó una madriguera. Tenía un escondite dentro de su escondite. Un lugar recóndito de la casa. La vieja despensa que comunicaba con el salón se condenó, cubriendo su puerta con un aparador. Desapareció de verás. Desde allí se ocultaba de cualquier visita, aunque fuese de confianza. Era ya el único refugiado.

Entre tabiques, verdaderos y falsos, escuchaba conversaciones, imaginaba reuniones y ponía cara a los sonidos. Llegó a conocer a todos los visitantes sin necesidad de verlos. Por la voz, por sus giros y palabras, por la forma de pisar. Hoy están los parientes de Valliniello; ayer vinieron los sobrinos de Carreño? Sólo le llegaban noticias de sacas y paseos sin retorno. Desde la cárcel a Lugones, al monte Palomo.

Se ocultaba en la casa, donde procuraba no dejarse ver y salir lo imprescindible a pasear por un Avilés donde nadie lo conocía. En la práctica había desaparecido. No lo buscaban allí, aunque los registros de casas para descubrir reuniones clandestinas, armas o refugiados continuaron.

Un día vinieron al piso donde se escondía. Y lo encontraron.