Desde la pasada semana asistimos a la peripecia de Feliciano Redondo, sacerdote leonés atrapado en Avilés en los primeros días de la guerra civil. Oculto en casa amiga durante semanas, sin casi salir a la luz, hasta que acabó siendo descubierto. El relato se había interrumpido en el momento en que llamaron a su puerta. El día siguiente al San Agustín de 1936.

Era la Policía motorizada. Detrás de tan pomposo y moderno nombre se ocultaba una milicia que utilizaba para sus desplazamientos un camión amueblado con bancos del parque. El viaje era corto. Lo llevaron a la Delegación de Orden Público y al Comité de Guerra, en el Palacio de Ferrera. La casa de la marquesa era ahora cuartel. Armas sobre las mesas y en las paredes y mucho movimiento de correajes y cananas por la escalera noble.

Tras pasar un leve interrogatorio Feliciano convenció a sus interrogadores de que era un labrador de León y allí quería volver, pero León era la otra España y él debía permanecer en ésta presentándose todos los días a las ocho y media de la mañana a la nueva policía. Todo Avilés fue su cárcel, pero estaba contento. Temía algo mucho peor y disfrutaba del breve triunfo de haber engañado a «los rojos». De burlar, un día tras otro, a aquel guardia que lo recibía en la puerta y que, pese a los relevos, para su recuerdo «casi siempre tenía cara de idiota».

En Avilés se vivían las improvisaciones de la retaguardia y las prisas revolucionarias con evidentes cambios en su fisonomía. El palacio de Ferrera no era el único edificio que había mudado el uso. Otras casas importantes fueron acondicionadas para la situación, en especial el Palacio de Llano Ponte (hoy cines Marta) que se convirtió en Cuartel de Milicias, la antigua Banca Maribona, sede del Departamento de Industria y Comercio, la parroquial de San Nicolás, primero polvorín y más tarde cuartel. Todo tipo de organizaciones políticas y sindicales colonizaron otros edificios destacados, mientras las iglesias mostraban las huellas de la saña de los primeros momentos.

En toda Asturias la autoridad se había asentado. Llegaba la normalidad, tras dos meses de desmanes, si es que normalidad puede haber en medio de una guerra. Al menos fueron controlados los oportunistas y los asesinos. En mayo de 1937 en toda España la situación de violencia y confusión de los primeros tiempos estaba definitivamente zanjada con la sustitución del poder de los sindicatos por un gobierno de coalición. Se reprimió a los incontrolados y se inició una dura labor de búsqueda y depuración de infiltrados y quintacolumnistas. Los primeros desmanes se habían atajado pero, aún así, la situación era propicia para que la venganza saltara controles, se deslizara en las noches y medrara en el día a día. Era una guerra. Nada hay peor.

A pesar de las circunstancias los días de Feliciano Redondo se hicieron más agradables. En poco tiempo dejó de presentarse al Comité. En Avilés no había registros ni documentos que lo pudiera delatar, por lo que logró sortear la movilización, la obligación de tener el carnet de trabajo y aún de participar en el batallón de trabajadores para fortificaciones que se nutría de los civiles a retaguardia. Se dedicó a la lectura y al estudio del Método de Solfeo del Maestro Eslava. Pudo conocer Avilés, recorriendo sobre todo sus alrededores, desde San Cristóbal a Trasona, y guardó memoria de sus calles. La Cámara, que cruzó tantos días, era para él la «Calle Ancha», recordando la calle más importante de León.

Así pasaron trece meses más. Entre las voces de Queipo de Llano, los partes de Salamanca, que corrían de boca en boca, las colas del pabellón Iris y las del racionamiento, el lejano sonido de la orquesta o del cine sonoro, la radio única desde el altavoz del ayuntamiento, los mítines en La Peña y el pasar de milicianos. Feliciano logró borrar su rastro mientras la vida cotidiana no lo era. Todo era excepcional.

Los coches no circulaban. Estaban controlados y sus conductores a disposición del Comité de Transporte para realizar cualquier servicio que les fuese encomendado. Los tranvías, controlados asimismo, no empezaron a cobrar billete hasta noviembre de 1936. Los alimentos se servían a precios tasados, publicados por meses. Regían las cartillas de racionamiento. Como, por el miedo a la aviación, hacer grupos o colas en la calle era peligroso, se despachaban a resguardo de la estrecha calleja de Los Cuernos. Faltaban los productos de primera necesidad. El pan era negruzco y escaso. Los nabos sucedáneo de las patatas y la leche o les fabes piezas de colección que había que ir a buscar más allá de Trasona y a tiro fijo. A pesar de ello, nunca le faltaron leche ni huevos a Feliciano Redondo. Sus anfitriones lo eran de verdad, y muy hábiles a la hora de buscar viandas donde no había. Un lujo.

El cerco se iba estrechando. Aunque durante los quince meses de guerra Avilés no estuvo en primera línea de fuego, los bombardeos, sin embargo, llegaron a causar alarma. La aviación «nacional» aterrorizó a la población. Las sirenas de alerta eran el sonido del miedo de aquellos días. Los avilesinos se habían acostumbrado a su lenguaje chillón en función del número y la intensidad de los toques: «normalidad», «peligro» y «alarma».

Avilés también era retaguardia para una tropa de heridos y mutilados que llenaba su flamante hospital de Caridad y el no menos nuevo edificio del Instituto. El pánico sembrado por la aviación no se tradujo en efectos equivalentes hasta la última semana de la guerra, en la que las bombas cayeron sobre el centro de Avilés. Ni el edificio del ayuntamiento se libro de la ruina. Se temía lo peor. Corría una terrible frase de Queipo de Llano: «De Asturias sólo me interesa el solar». Pero el frente corría más. Llegó, sin más novedad, el día 20 de octubre de 1937 y, con él, el final de la guerra para Avilés.

Muchos de los datos de este artículo han salido de las memorias de su protagonista. Hechas de recuerdos, sin anotaciones y a posteriori de los hechos narrados, cuando, según él mismo reconocía, «el tecnicismo de llamar rojo o roja a una persona, lo hemos aprendido ahora, después de la liberación». Entonces se decía «del Gobierno» o «de los Militares».

Para él y sus compañeros de escondite llegó esa ansiada liberación, que celebraron en misa de campaña entre gritos de ¡Arriba España! Feliciano Redondo abandonó Avilés y pudo desarrollar después una larga vida profesional. Fue, durante 30 años, Párroco de San Tirso el Real, durante 17 Arcipreste de Oviedo y, como Monseñor, pasó a la historia de su pueblo leonés de Villaquejida dando nombre a una calle. Dejó atrás esos días que pasó viviendo, en sus palabras, «bajo el signo de Moscú».

Pero ahí no se acababa todo. La liberación llegó sólo para una parte de la población. En la misma tierra vivían dos ejércitos y uno de ellos quiso demostrar su victoria. Concluyeron los desastres de la guerra, con medio país aún en armas y, sin tiempo para el reposo, empezaron las venganzas legales de la paz, en una interminable posguerra.

Las madrigueras cambiaron de lugar, pero sirvieron de refugio a otros topos que dejaron de ver la luz durante décadas. Las fosas y las cunetas se volvían a abrir mientras nuestro protagonista dejaba de estar entre rojos y éstos, y muchos otros, empezaron a estar entre rejas.