Es curioso lo que ocurre con el silencio, mientras que unos lo buscan y disfrutan de él con verdadero deleite, otros lo rehúyen como si de una maldición se tratase. No me refiero al silencio total y absoluto que, de existir, será en situaciones poco naturales, porque entiendo que ese asuste a cualquiera. En nuestro entorno siempre hay sonidos que nos acompañan. Es evidente que en las ciudades muchos y poco agradables la mayoría de las veces. Pero también en el campo; está el viento, el agua, los insectos, la desbrozadora del vecino a lo lejos o los aerogeneradores últimamente.

Ahora mismo, mientras escribo, siento el ventilador del ordenador, el murmullo en la calle, la música del reproductor de discos. A eso lo llamo silencio. Y me gusta. Podría pasar, por supuesto, del ventilador del ordenador. El murmullo en la calle me sugiere vida y la música edulcora ese silencio, forma parte de él volviéndolo productivo, enriqueciéndolo. Aunque puede que el planteamiento deba ser exactamente el contrario: es el silencio el que forma parte de la música, de la armonía, del ritmo, de la intensidad, de la cadencia. Los silencios son tan importantes como las notas en el pentagrama, conforman la melodía inexcusablemente. O eso creía yo hasta este verano.

Las vacaciones ofrecen en ocasiones oportunidades de acudir a actividades diferentes a las del resto del año, estamos receptivos y relajados, aunque, me temo que no preparados para todo. Me encontraba yo en una pequeña población que pone mucho empeño en entretener el ocio de sus vecinos de forma constructiva. Allí vi los anillos de Saturno por primera vez, impresionantes en su lejanía. Una hermosa experiencia.

Se anunciaba un cuarteto de cuerda, un agradable placer para una tarde de agosto. Por el lleno de la sala la mayoría del vecindario estaba de acuerdo conmigo. Tengo que confesar que al sentarme me alejé de niños demasiado pequeños y me situé junto a unas señoras, presumiendo que la nueva compañía me permitiría disfrutar más del silencio musical. Terrible error el mío e imposible ya de subsanar una vez comenzado el concierto.

Cada vez que se explicaba qué piezas se iban a tocar mis compañeras de asiento escuchaban atentamente interesadísimas por el título y compositor de la obra pero, en el instante mismo en que comenzaban a sonar los instrumentos, comenzaba también a mi lado una cháchara continua a tres voces que sólo concluía con el aplauso del final de cada pieza. Quiero pensar, en su descargo, que sería el miedo al silencio lo que les impedía permanecer calladas al sonar la música y no una simple y vulgar falta de educación.