Salía la otra semana con unos amigos de la charla que Alfonso Zapico y Ángel de la Calle ofrecieron en el cine del Niemeyer y que llevaba por título «Encuentro El cómic y la vida», reflexionando sobre lo que habían significado en su momento para nosotros esas historias que se nos presentaban en viñetas secuenciadas.

Entonces no los llamábamos cómics, si acaso tebeos. Aunque las más de las veces su nombre tenía más que ver con los personajes que los protagonizaban. Los quioscos eran los auténticos templos de este tipo de lecturas, atiborraban sus paredes exteriores o escaparates y llamaban nuestra atención hasta el extremo de ser capaces de descubrir entre ellos la última novedad.

Durante muchos años, del dinero que nos daban en casa el fin de semana para comprarnos alguna golosina, mi hermano y yo siempre reservábamos una parte apara hacernos con alguno de aquellos títulos, que se podían leer una y otra vez sin ningún problema (no recuerdo haber leído en mi vida tantas veces un libro como lo hacía con aquellas viñetas antes de que mi padre las empaquetara con un cordel y las bajara para «guardarlas» a la carbonera porque ya ocupaban demasiado en casa. Nuestra carbonera era pequeña y aún así ya nunca volvían a subir.

Pero siempre había más en casa, de Mortadelo y Filemón, de Zipi y Zape, del avaricioso Tío Gilito, incluso del Capitán Trueno o alguno de los superhéroes de Marvel que mi primo traía cuando venía de Estados Unidos. Y no sólo los leíamos mi hermano y yo, también mi padre lo hacía, tal vez por eso disfrutábamos tanto con ellos. Quizás sea cierto eso de que para aficionar a los más pequeños a la lectura lo mejor es el modelo familiar. En cualquier caso, y aunque no sea una garantía, no estará de más intentarlo en nuestras propias familias.

En aquel tiempo nos acercábamos a todo tipo de historias a través de las viñetas. Desde Julio Verne al Quijote se podían encontrar libros con algunas páginas intercaladas de viñetas, que resumían o ampliaban una situación, según se interprete desde el punto de vista del texto o de la imagen. Había también cuentos de princesas desgraciadas con final feliz, de magos, duendes y hadas en delicadas ilustraciones en blanco y negro con una colorida portada en un papel ligeramente más grueso que el de las páginas interiores.

Todo ese recuerdo compartido nos llevaba el otro día a entender como natural que ahora los cómics nos aproximasen también a la historia, a las biografías, a la realidad. Aunque a muchos se les haya olvidado aquel pasado infantil y ahora resulte que a quien se acerque a este lenguaje artístico se le considere un friki. Qué le vamos a hacer.