De nuestro corresponsal,

Falcatrúas

Ya comentamos hace algún tiempo que en Bildeo la saga de perros de cada casa conserva durante generaciones los mismos nombres, uno para ellos y otro para ellas. Todas las casas tienen perro, una casería sin él carece de personalidad; es como si a una casa le faltase la puerta. El perro de pueblo conoce las propiedades de la familia, de las vacas, de las caballerías, de las fincas, etcétera, de modo que si alguien de fuera invade el territorio de su responsabilidad, por ejemplo echando mano a una res o entra en un huerto a por berzas, puede llevarse un disgusto. No será el primer veterinario que tiene que retroceder ante un perro cabreado que le muestra los dientes gruñendo por ponerse a reconocer una vaca.

Cuando muere el perro, la familia enseguida se hace con otro que hereda el nombre junto con los pocos derechos y las muchas obligaciones del anterior, porque un perro tiene que tener su misión en la vida; en cambio en la ciudad, los canes no suelen tener obligaciones y encima los ascienden a «mascotas», papel indefinible, indecente y amanerado por el que estos animales degeneran en maniquíes, víctimas de aberraciones tales como que los disfracen con chalecos, impermeables, gorros y chorradas por el estilo, que es lo de menos; lo importante es que se deja de tratar al perro como animal para maltratarlo como si fuese una persona, dejando descolocado al bicho.

Se puede deducir que también los humanos necesitamos desempeñar un papel en la vida, como los perros; de lo contrario acabamos haciendo tonterías, como meternos a la carrera política, sin estar preparados, sabiendo que nos queda grande el traje; y el que venga detrás, que arree.

Francisco Colasa tenía un mastín leonés de nombre «Vence», un animal grande y silencioso, al que su dueño no recordaba haber oído un ladrido desde que lo trajeron a casa siendo un cachorro de apenas un mes desde Caboalles, en León. La verdad es que no necesitaba ladrar porque impresionaba con su tamaño lo suficiente como para le cedieran paso franco los demás perros, las vacas e incluso la gente.

«Vence» se pasaba la vida en el monte, cuidando las vacas, sólo venía a casa cuando el rebaño bajaba al pueblo para una revisión veterinaria o si empezaba a nevar. Ocurrió una vez, en primavera, cuando el pasto y las flores del monte brotaban de un día para otro, como por magia, igual que las setas, que surgen de repente, como por casualidad; los de casa Colasa habían cometido el fallo imperdonable de no subir en tres jornadas al monte a dar de comer al mastín, andarían distraídos con alguna tontería de las habituales que permiten subsistir a una casería; sabrán ustedes que los perros pastores comen una vez al día, muy diferente de lo que ocurre con los perros urbanitas, la mayoría de ellos malcriados y comiendo golosinas a todas horas. El pobre perro llegó a casa tras casi dos horas de marcha, arrastrando su estómago lacerante, y fue recibido de mala manera y con un reproche por Manuela, la mujer de Francisco:

-¿Aú tan las vacas?

El enorme perro agachó la cabeza y guardó la cola entre las patas, avergonzado por haber abandonado las vacas en el monte para venir a mendigar la comida que alguien se había olvidado llevarle, piedras hubiera podido comer, de puro hambre, pero dio media vuelta disponiéndose a volver de vacío a su trabajo, cuando oyó la voz de Francisco.

-Este perro está muerto de hambre desde qué se yo cuándo porque no se le llevó su comida. ¡Lo hace mejor él como perro que nosotros como amos, que no le damos de comer al que trabaja!

Manuela asintió, dándole la razón y entró en casa a remediar aquella situación; al poco salió con una tartera donde juntó sobras de arroz, cachos de pan, recortes de tortilla y carne; «Vence» esperaba con las orejas alerta, agitando la cola, unas babas se le columpiaban a ambos lados de las fauces; sin esperar a que su ama posase el recipiente con los manjares en el suelo, ya el perro había metido su hocico en el amasijo, con un ansia incontenible.

Mientras tanto, Francisco subió al hórreo, donde se escuchó del sonido de un serrucho; cuando llegó al lado de «Vence», llevaba un buen trozo de hueso de jamón en la mano, como su fuese el mango de una herramienta. Con él amenazó al mastín:

-Toma, esbíllalo(*) bien, pero ¡vuelve con las vacas ahora mismo!

«Vence» se alejó contento con aquel hueso tan sabroso; su corpachón de sesenta kilos parecía flotar sobre las piedras del camino.

Nota del autor. Esbillar (un hueso): mondarlo, eliminar de él cualquier brizna de carne.

Seguiremos informando.