Contaba el otro día un adolescente de 14 años que en una excursión que habían hecho con su profesora habían visto «un famoso». Buena parte de sus compañeros corrió a pedirle un autógrafo, aunque, confesó, ninguno lo conocía previamente, ni por sus hazañas (que parece que eran deportivas, según dijo la profesora), ni por ver su rostro con frecuencia en la prensa escrita y mucho menos en la televisión.

Pero claramente hay algo que supera cualquier interés sobre su persona o su destacada actividad y es llevar el apellido «famoso».

No importa quién lo haya nombrado así, ni cuál haya sido su mérito, lo importante es entrar en esa categoría tan heterogénea y a la vez tan difícil de definir. Para la mayoría de estos adolescentes ser famoso posiblemente signifique salir en alguna serie o programa de televisión, no siendo imprescindible tener ninguna habilidad artística, científica o humana que destaque por encima de la media. Más bien al contrario, cuanto más insignificante para el enriquecimiento y el desarrollo del ser humano sea, más admiración despertará. Porque eso nos acerca a nosotros, gente vulgar, a ese objetivo.

Si cabe la posibilidad de que ser «ex novio, ex amiga, ex vecino o ex empleada de» y contar o inventar sus trapos sucios nos aproximará a la fama, nada impide que cualquiera de nosotros, con pocos escrúpulos, pueda llegar a ello.

Aunque reconozco que más terrible es el ejemplo de algunos adolescentes, en muchos casos norteamericanos, que para alcanzar este objetivo deciden cometer asesinatos indiscriminados. Espero firmemente que los nuestros se conformen con el cotilleo y la participación en los «realities», que tanta audiencia tienen, por muy peregrino que sea el motivo.

Difícilmente reconocerán a esta edad a un escritor o a un científico, incluso en el caso de haber tenido que estudiarlo en sus clases. Un poco diferente es el caso de los deportistas, aunque no es únicamente el mérito y el esfuerzo personal lo que los lleva a admirarlos, sino que, de nuevo, son los que aparecen en la televisión los populares.

En cualquier caso, el deportista que firmó autógrafos a los alumnos de la ESO en aquella excursión se habrá sentido por un momento apreciado y arropado. Seguramente los adolescentes, sin pretenderlo, le hayan hecho pasar un buen rato, que, aunque no he conseguido saber en qué disciplina entrenaba ni cuáles eran sus logros, estoy segura de que lo tenía muy bien merecido. La próxima vez espero que lo llamen por su nombre y sean capaces de transmitirle su admiración, y no únicamente por ser «un famoso».