Quizá la infancia sea la época de la vida más añorada, sobre todo según se van cumpliendo décadas y uno se va dando cuenta de que los años pasados se han ido diluyendo sin dejar apenas poso en lo que hemos llegado a ser. Es posible también que ese recuerdo sea el más «retocado» en nuestro cerebro. El que más aditamentos y edulcorantes lo conservan. Prueben, si no, a compartir recuerdos de infancia con algún amigo o amiga de entonces. Habrá matices, a veces muy grandes, modificados o borrados totalmente que hacen que en ocasiones contemos varias historias y no lo misma compartida. Y es que ni nuestra infancia fue tan inocente, tierna y dulce como la recordamos en ocasiones, ni a todos la infancia actual les produce tanta dulzura, ternura e inocencia como cabría esperar. Recordemos, si no, el aumento de hoteles y restaurantes que inhiben la estancia a personas acompañadas de niños (por no decir que abiertamente se prohíbe entrar a los niños) o incluso algún que otro centro social.

Ninguna enfermedad contagiosa, ningún virus extraño ante el que uno deba tomar precauciones acompaña a los pequeños. O quizá sí, si entendemos que la dejadez de los padres a la hora de indicarles a estos niños y niñas cómo deben comportarse en lugares públicos sea un virus grave y de los peores. Se hace necesario recalcar que la «enfermedad» no está en esos niños, que de forma natural ríen, juegan, corren, cantan o cuentan historias fabulosas que, por desgracia, no siempre encuentran interlocutor. Ellos necesitan ser así, igual que nosotros seguramente lo fuimos en otro tiempo, sólo que a nosotros nos habían dejado muy claro, desde siempre, dónde se podía ser niño sin tapujos y dónde debíamos jugar a ser pequeños adultos «educados y formales».

Algo ha ido fallando en la transmisión entre generaciones de esas normas cívicas y de comportamiento social. Supongo que, como en aquel «teléfono escacharrado» de nuestros primeros años, siempre se está a tiempo de comunicar en voz alta la primera versión para corregir todas las posteriores deterioradas. Sólo me queda sugerir que, si alguien siente la tentación de poner el cartel de «prohibido niños» para evitar molestias y ruidos a los huéspedes de su establecimiento, lo extienda a «personas poco cívicas y respetuosas con los demás», por aquello de que los adultos tampoco lo hacemos mal y ni siquiera tenemos la excusa de la infancia o de unos progenitores indolentes.