No me encontraba nada bien, la realidad social y económica me tenía completamente desconcertado. Aunque recurrí, una y otra vez, a los tesoros mágicos de mis ilusiones convencionales no encontraba ese punto especial de contento y satisfacción necesarios que convierte las cosas que vemos en el ojo divino de una realidad maravillosa. Salí a pasear por mi querida Avilés con la única finalidad de ver la procesión del Santo Entierro y perderme por completo en la piedad alborozada de los cientos de devotos manifiestos que contemplan el paso de las sagradas imágenes como si estuvieran recreando, en vivo y en directo, los trágicos sucesos de la Pasión. Mi estado de ánimo no era el más adecuado para ver las cosas que veía con un espíritu profundamente religioso. El hombre propone y Dios dispone, siempre hay un espacio secreto dado por lo Alto para que en cualquier instante pueda acontecer lo imprevisible y milagroso. Ese día jamás pensé que iba a regresar a mi casa imbuido de una fe religiosa como hasta entonces jamás había experimentado.

Todo empezó de forma casual, casi sin proponérmelo, como suceden los grandes acontecimientos que jalonan el curso de los hechos inolvidables. Mientras contemplaba, sumido en transida emoción, el discurrir de los descalzos nazarenos y escuchaba, con gran atención, el atronador ruido de los tambores vi, no muy lejos de donde estaba, la presencia desaliñada de una persona cuya mirada destilaba una luz especial. A medida que me acercaba a su figura pude comprobar que sus ojos no veían, a pesar de seguir el ceremonial de las cosas exteriores con un fervor envidiable, harto contagioso. Nada más ponerle la mano encima de sus hombros se dirigió hacia mí y mirándome, como si no fuera ciego, me dijo unas palabras que jamás olvidaré mientras siga vivo en esta encarnación temporal: «Dios es mi mejor amigo, todo se lo debo a él». Al principio no entendí el significado profundo de lo que me decía. ¿Cómo era posible que aquel joven, lleno de vida, con todo un porvenir por delante, no sólo no se quejaba de su grave limitación sino que llevaba consigo de forma entusiasta el nombre del Sumo Creador exaltando su misericordia y benevolencia?

Apenas hablamos mucho más, todo lo que pudiera escuchar ya lo había oído en el silencio bendito de su presencia en combinación con la esperanza de su envidiable vocación. Le di un beso en ambas mejillas y también las gracias por darme una lección que siempre me acompaña.

Han pasado muchos años desde entonces, no sé qué sería de aquel privilegiado hijo de Dios por albergar esos sublimes sentimientos del alma tan poco dados a ser evidenciados. He cambiado para bien, me he dado cuenta de que vivir es una aventura apasionante, que merece verdaderamente la pena intentarlo a cada instante, por muy mal que nos vayan las cosas y por muy alejados del cielo que creamos estar. He aprendido la valiosa lección de que siempre puede crecer una flor en medio del desierto cuando la regamos con el agua de la bondad y la vida. El cielo nunca se va, somos nosotros quienes nos negamos a ver las estrellas.