Dada la nauseabunda abundancia editorial que nos aflige es poco frecuente leer un libro nuevo con el interés y el placer que producían antaño. Se editan en España más de 60.000 títulos al año y dudo que en todo el territorio exista, ni de lejos, una suma tan elevada de lectores. Que se vendan la mayoría o buena parte es otro asunto que, hurgando, nos llevaría a las habituales cloacas de la subvención con disfraz cultural. También he aprendido que esa práctica no es exclusivamente nuestra, sino que se lleva a cabo en otros países. Como imbéciles que somos, debemos alegrarnos, pues, de una desdicha tan extendida.

El libro al que me refiero lo ha escrito un periodista a quien no conocía personalmente hasta hace año y pico; me parece una de las mejores plumas del quehacer cotidiano. Un buen día, cierto buen amigo, el doctor Jambrina, me anunció que Arcadi Espada desea verme, relacionado con asuntos profesionales. Había emprendido la escritura de la persecución judía en Budapest. Un tema recurrente, este del acoso a los judíos, y de plena actualidad tras una Semana Santa que concluye hoy y que gira precisamente en torno a la figura de quien fue llamado «rey de los judíos» y que en Avilés es sacado en procesión la madrugada del Viernes Santo, como se puede ver en la fotografía de Ricardo Solís que ilustra este artículo.

Espada es un tipo muy raro, sobre todo en nuestro canallesco sindicato de escritores, porque pretende informarse acerca de lo que va a escribir y andaba buscando las raquíticas fuentes que el asunto presentaba. En principio el área de investigación era muy restringida, en cuanto a los testimonios españoles, pues la colonia se reducía a un fabricante catalán de tapones de corcho, dos monjitas de clausura y yo. Rara vez llegaban por allí (1943-1945) viajeros y menos turistas o curiosos, dadas las condiciones en que Europa vivía por aquellas fechas. Se han escrito unos cuantos libros sobre los hebreos de Budapest, la gesta del diplomático Sanz Briz y el quehacer aventurero del italiano Giorgio Peslaca. Yo estaba allí con el propósito de enviar crónicas que publicaba algunos diarios españoles e informes de opinión que imagino no leyó nadie.

Al regreso escribí un libro, calentito de recuerdos, que se editó en 1947 y del que hizo una nueva tirada la Fundación Mapfre en 2007. Una tirada raquítica que ha rescatado Arcadi Espada con algo increíble y que nunca hubiera sospechado en un colega: se enteró de la existencia del libro y lo leyó pensando que algo diría sobre el tema que le ocupaba. Nos vimos en Salinas, donde resido hasta los restos. Estrujé las meninges, convoqué a los recuerdos, algo no muy difícil pues, en mi existencia, aquellos casi dos años figuran entre los más felices, pletóricos e interesantes de mi vida. Le di alguna pista semiborrada, le trasmití lo que suponía que le podía ayudar, siempre bajo el asombro de que un escritor acuda a los testimonios vivos y relacionados antes de ponerse a garrapatear. Su libro se llama «En nombre de Franco» (Espasa, 2013). Espada tuvo la delicadeza de enviarme uno de primeros ejemplares y lo leí prácticamente de un tirón. Recordé muchas cosas, aprendí otras que ignoraba o habían sucedido lejos de mi. Queda sobreentendido que yo era un corresponsal de guerra, con 25 años, dispuesto a hablar de un país remoto, casi desconocido para la mayoría de los españoles. El mísero salario asignado en Madrid se había convertido en una fortuna y cada bomba americana o soviética que caía, obligaba a descender el valor de la moneda local (el pengö); nunca me he sentido más rico. Durante el primer año hice muchas relaciones, con húngaros primero (la mayoría antinazi) y con italianos, periodistas avezados conocedores de la política y los avatares cotidianos.

No se puede olvidar la clave austrohúngara, un imperio que tenía salida al Adriático. Tras la primera o segunda bomba que cayó sobre la ciudad, el ministro titular puso proa a España y quedó a cargo de la legación el joven Ángel Sanz Briz, para quien yo había llevado una carta de recomendación. Quizá mi petulancia o alguna incorrección social hizo que se entibiaran nuestras relaciones personales. Me invitó a almorzar en la suntuosa villa del conde Szechenhy que tenía alquilada en la Colina de las Rosas, mansión de un veterano cazador. Sanz Briz, además de hombre apuesto y cortés, era un excelente funcionario y la versión de que abandonó Budapest para salvar el cuello y el de otras personas es descabellada. Su fnnción diplomática había concluído; Hungría, depuesto el regente Horty, dejó de ser un país soberano, ocupado por tropas enemigas, donde no tenía sentido la presencia diplomática. Me consta personalmente que hizo cuanto podía y más por salvar la vida de los desdichados que acudían pidiendo ayuda.

La presentación del libro iba a llevarse a cabo en la Casa Sefarad, de Madrid, coherente con el contenido de la obra, pero su director, un tal Florentino Portero, suspendió el acto por reparos de la familia. Aventuro que este señor es tonto o empleado de la Junta de Andalucía. Me honré con la amistad de Adela Quijano, la difunta esposa de Sanz Briz, y he tenido una simpática relación con otros parientes con motivo de unos artículos que publiqué en LA NUEVA ESPAÑA sobre el tema. Tuvieron la gentileza, comentando que el libro hacía alguna crítica del diplomático, de felicitarme. Aún siendo un libro de poca difusión, el que yo escribí, contando hace casi 70 años pormenores de aquella atrocidades, jamás supe de la Casa Sefarad. Cuento con la permanente amistad de algunos supervivientes, entre otros un químico residente en Ginebra, con el que habló el propio Espada y que propuso que mi nombre figurara entre «los justos», pues sostiene que le salvé la vida, algo que había que intentar si era posible.

No tengo idea de los devaneos amorosos de Sanz Briz, incluso le atribuyeron una íntima amistad con Eva Gabor, una de las famosas hermanas. Era hombre joven, de excelente presencia, cultivado y honorable, vivía solo pero tampoco se puede aceptar la especie de que fuera virgen. Este fulano de la Casa Sefarad, que quizá conozca aquella maravillosa ciudad como cliente de Marsans, ignora el mundo de miseria y heroismo, de sacrificio y crueldad, de infamias que se cometen en una guerra de exterminio. El libro de Arcadi Espada es, con apenas alguna ínfima reserva, magnífico, documentado, escrupuloso y muy bien escrito. Me sorprende la actitud, semejante a la de pretender que tengamos a un hombre de bien como si hubiera sido Santa Teresita de Lissieux o María Goretti.